Aïvanhov nos habla del cielo en la tierra, el que tenemos que crear aquí.
Esa es la tarea sagrada: hacer descender todo lo que es bello, puro, luminoso, eterno.
Se nos ha dado un instrumento en el que se alberga una semilla divina.
Regándola con silencio, con verdad, con bondad, un día esa semilla brota y empieza a crecer.
Es entonces cuando los ojos ya ven de otra manera, como venimos comentando estos días.
Los humanos dejan de ser enemigos, y pasan a ser hermanos.
En esa magia, en ese descubrimiento, en ese maravilloso despertar se encuentran millones de personas en el mundo hoy.
Por eso, en tantos aspectos es tiempo de esperanza.
Si: podemos ser jardín, vergel, sol.
Durante siglos se ha enseñado a los cristianos que la tierra es un lugar de perdición, y que el cuerpo físico es un instrumento del diablo; sólo importa el Cielo y la salvación de su alma. ¡Qué incomprensión! Y la mayoría de los que aceptaban estas teorías descuidaban su cuerpo y acababan por secarse, momificarse. Se imaginaban ser algo sublime allá arriba, pero un ser humano que no asume la vida en la tierra, no puede tener una verdadera vida en el Cielo.
La era de Acuario se acerca, aporta otra filosofía. Acuario enseña que el hombre debe mirar hacia el Cielo, pero no para olvidarse de la tierra. Debe contemplar el Cielo para hacer descender de él todo lo que es bello, puro, luminoso, eterno. Él mismo se volverá entonces en un espejo del Cielo, un conductor del Cielo, un jardín, un vergel, un sol. ¿Por qué el Paraíso debe estar únicamente en lo alto, y aquí, en la tierra, solamente la pobreza, la miseria, la fealdad? No, a partir de ahora será diferente. La belleza descenderá sobre la tierra y todo será radiante: las piedras, las plantas, los animales, los humanos.
Omraam Mikhäel Aïvanhov, Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: escena de «El árbol de la vida», de Terrence Malick