Todas las enseñanzas nos invitan una y otra vez a elevarnos.

Cuando estamos en lo alto, no reparamos en las pequeñas cosas, vemos otro panorama.

El horizonte toma otra dimensión, otro tamaño. Allá al fondo solo vemos el infinito.

Cuanto más alto permanezcamos, más entenderemos los secretos de la vida, más frecuentaremos otras vibraciones que nos hablan de otra manera.

Desde innumerables fuentes se nos susurra que somos inmortales y se nos llama a descubrir y a frecuentar el alma para alcanzar esas alturas.

Desde lo alto se siente una gran comunión con todos los seres sintientes, y la vida, en vez de ser el caos que vemos, se parece más a una sinfonía.

Algunas de las voces escuchadas estos días son muy hermosas.

Cerrando los ojos, desde lo alto, es más fácil descubrir que todos somos hermanos.

Lo que caracteriza la verdadera felicidad es la estabilidad. Diréis: «Pero la vida no es más que una sucesión de cambios: éxitos y fracasos, abundancia y pobreza, paz y guerra, salud y enfermedad… ¡Estamos obligados a sufrir cambios!» No, no, la guerra puede estallar, podéis caer enfermos, perder de pronto toda vuestra fortuna, ser abandonados por vuestro marido o vuestra mujer, por vuestros hijos, por vuestros amigos, sin por ello dejar de ser felices. ¿Por qué? Porque en ese estado del que os hablo, vuestra conciencia no se estanca al nivel de los acontecimientos: para cada dificultad, para cada prueba encontráis una explicación, una verdad que os apacigua y os consuela porque os habéis elevado muy alto, y habéis aprendido cómo hay que ver las cosas. Pueden despojaros, pueden perseguiros, pero como sabéis que todo esto es pasajero, que sois inmortales, que nada puede realmente alcanzaros, ahí donde todos gritan, vosotros sonreís.

Omraam Mikhäel Aïvanhov,  Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: Concierto en el Colegio Calasancio de Madrid, Coro de los niños de Uganda, 21 diciembre 2011