Durante el día los seres humanos nos saludamos tantas veces…

Y tantas veces lo hacemos mecánicamente, sin alma, sin interés, sin propósito.

Nos sugiere Aïvanhov que nuestra alma participe en el saludo, que lo llene de vida y de verdad.

Que el saludo sea como el Namasté oriental: “saludo a la divinidad que hay en ti”.

Poco a poco, el saludo ayudaría a sacralizar la vida, a santificarla. Cada acto, cada encuentro.

La mano, la  mirada, pueden ser instrumentos divinos.

Todo nos ha sido revelado para que busquemos, en medio de tanto ruido, el Encuentro cada vez.

La vida es una, y en cada momento hay que ser consciente de lo que hacemos, porque ningún gesto permanece aislado; interiormente o exteriormente, todo tiene repercusiones. Por ello, es importante aprender también a saludarse. Veis a un conocido, a un amigo… Incluso si sólo debéis saludarle desde lejos, hacedlo conscientemente, con el fin de comunicarle la vida a través de vuestra mano: corrientes de energía, rayos de colores…

Los intercambios más poderosos, más benéficos, no son necesariamente los que se hacen acercándonos físicamente. Podemos poner mucho amor y luz en un gesto de la mano y en la mirada que lo acompaña. Entonces, que vuestra alma participe en vuestro saludo y que vuestro espíritu también participe, con el fin de que cada uno pueda sentir que lo que recibe mediante este saludo entra en él y lo vuelve mejor. ¡Es tan importante tener contactos psíquicos armoniosos antes de encontrarse en el plano físico para hablar o trabajar!

Omraam Mikhäel Aïvanhov,  “Pensamientos cotidianos”, Editorial Prosveta. Imagen: “Kashmir” (1936), pintura de Nicholas Roerich