Nuestra pequeña llama interior puede estar apagada o crecer y crecer sin fin.
Cuando la llama se apaga reina la oscuridad y el frío. La tierra es entonces valle de lágrimas.
Cuando el fuego interior alumbra, ya no vemos solo con los ojos, comenzamos a ver con el alma.
La llama hay que cuidarla. Cada pensamiento elevado la nutre. Cada pensamiento banal la pone en peligro.
Cuando el fuego crepita dentro, estamos vivos.
Estar vivo, en consciencia: qué hermoso regalo.
Procuremos, cada día, alimentar la llama, desde el crepúsculo de la mañana al de la noche.
Toda una vida entera, como bellamente escribiera Borges.
Una llama es tan débil que basta un soplo para apagarla. Pero si la alimentáis, se puede convertir en una verdadera hoguera, y los mismos soplos que la amenazaban, la reforzarán hasta el punto de que ya nada se le podrá resistir.
La llama es un símbolo del espíritu. Si no alimentáis en vosotros la llama del espíritu, ante la menor dificultad ésta se apagará. Encontramos así a mucha gente que deja apagarse la llama del espíritu, y por eso, ante el menor obstáculo, capitulan. En cuanto a aquéllos que han aprendido a reforzar el poder del espíritu en sí mismos, mediante la oración, la meditación, la contemplación, no sólo no les detienen los obstáculos, sino que les impulsan a avanzar con más ardor. Así pues, las mismas dificultades que derriban a los débiles, refuerzan a todos aquéllos que dan prioridad al espíritu.
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: niña en el barrio de Piikhana, Calcuta, agosto 2011