Hoy se nos habla de las cualidades divinas que pueden aflorar en nuestro interior.
Ahí está latentes, calladas, esperando despertar y ocupar su espacio.
En un momento dado recibimos una luz, una riqueza, un calor, que nos señalan un camino.
El espacio interior, con frecuencia, está ocupado por otras cualidades: el apego, la ofuscación, el odio. Es un lugar usurpado por una tropa ajena.
Pero ahí permanece esa tropa años y vidas: en su violencia, en su ruido, en su ignorancia. Vive desparramada en nuestro interior, en el mayor desorden.
Nuestro templo interior ya no es templo porque dentro hay una algarabía, porque ese ejército ajeno se ha instalado violando nuestra esencia.
Las cualidades divinas esperan. Saben que un día ese espacio será reconquistado.
Cuando la reconquista se inicia, poco a poco la gracia va llegando.
Y los milagros aparecen.
¿Qué podéis añadir a un recipiente que ya esté lleno? Nada, primero hay que vaciarlo. Lo mismo sucede con el ser humano: si no se vacía de sus defectos y de sus malas costumbres, ¿cómo podrán instalarse en él las virtudes y las cualidades divinas? Este es el sentido de la renuncia: renunciar es vaciarse, abandonar ciertos hábitos perjudiciales para sí mismo y para los demás para poder introducir en su lugar algo mejor, más beneficioso.
Aquellos que han comprendido el sentido de la renuncia, se esfuerzan en crear en ellos mismos este vacío indispensable para que las cualidades divinas vengan a introducirse en ellos. Que dejen de pensar que serán desgraciados si renuncian a ciertos placeres. No, al contrario, porque estos placeres minúsculos serán reemplazados por placeres mucho mayores y de mejor calidad.
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: atardecer a la entrada del desierto de Akakus, Libia, diciembre 2006