En ocasiones, al contemplar el amanecer y el atardecer, al divisar el horizonte abierto, nuestra consciencia se expande.

Se produce entonces una una dilatación interna, una ensoñación, un anhelo de otro mundo.

En esos momentos nos alejamos de lo que nos retiene y limita y nuestra mente vuela más allá.

Es como si hubiésemos recibido una visita que nos inunda de plenitud. Sentimos una comunión profunda.

Se nos dice que son instantes raros y preciosos que no debemos desperdiciar.

Las visitas celestiales tienen muchas formas, y se producen de continuo cuando estamos alerta y despiertos.

Nos traen ensoñaciones, recuerdos, certezas, y hablan a nuestra alma.

Acoger y guardar esa señal divina es realmente vivir.

«Seguramente habréis realizado la siguiente experiencia: estabais ocupados en tareas de vuestra vida cotidiana, no pensabais en nada especial, y de repente sentisteis como una corriente, una presencia a vuestro lado, algo vivo que os aportaba luz, una paz, una alegría. Entonces, ¿qué hicisteis?… En semejantes momentos, dejad cualquier ocupación para concentraros en esta presencia que ha venido a visitaros. Estos son unos instantes raros y preciosos que no se deben desperdiciar mostrándonos descuidados.

Visitantes celestiales vienen a enseñarnos y a enriquecer nuestra vida. Si no os detenéis para recibirles en el momento que se presentan, se acabó; por mucho que busquéis y supliquéis no regresarán. O bien regresarán, pero ¿cuándo?… Es preciso retenerles en el momento que se presentan, porque poco tiempo después no tendréis la menor idea de lo que venían a traeros. Tomaos el tiempo necesario para ser conscientes de lo que representan estas visitas celestiales, para que dejen en vosotros una señal imborrable.»

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). “Pensamientos cotidianos”, Editorial Prosveta. Imagen: Camino de Santiago entre Castrojeriz (Burgos) e Itero de la Vega (Palencia), 22 de julio de 2014 (Trish Spoto)