Cada jornada todos tenemos ocasión de vernos con muchas personas.

Los encuentros pueden ser distraídos, rutinarios, pero también pueden estar llenos de atención.

Desde esa atención podemos intentar mirar más allá de la persona: ¿Qué hay detrás de esa fachada? ¿Un alma, un espíritu?

¿Podemos traer el respeto, la atención, el afecto, al encontrarnos con esa persona? ¿Podemos mirarle a los ojos con genuino interés, incluso con amor, con la convicción de que nunca la traicionaremos?

Las relaciones entre los humanos se han estropeado: cada pequeña cosa requiere contratos, cautelas, pues el engaño y la desconfianza abundan por doquier.

Recuperar la confianza y el respeto solo puede lograrse desde la mayor pureza interna.

Los que intentan vivir esa pureza descubren poco a poco, que en el otro están también ellos.

Cuando los intercambios son puros, limpios, honestos, hay algo dentro que se dilata, que se expande: “un océano de luz que nos transporta entre sus olas”, en palabras de Aïvanhov.

Hay puertas hacia la esclavitud.  Pero también las hay hacia la libertad.

Imagen:  escena de “El árbol de la vida”, de Terrence Malick