El pasado domingo en muchos lugares del mundo se celebró el Día Internacional de la Paz, que auspicia Naciones Unidas.


Entretanto, asistimos a la formación de la enésima coalición para bombardear a los que ahora actúan como enemigos.

Hace un tiempo, no mucho, estos enemigos eran pseudo aliados, a los que se apoyaba con dinero y con armas.

En una día se bombardean objetivos con proyectiles que suman cientos de millones de dólares. En pocos día son miles de millones de dólares. En semanas y meses serán cientos de miles de millones que destrozarán vidas, infraestructuras y medio ambiente.  El círculo perverso —que para las compañías de defensa y los mercaderes de armas es realmente el circulo virtuoso— se pone en marcha.

Esta dinámica ya dura décadas, y los más lúcidos la llaman “la guerra perpetua para lograr la paz perpetua”.

La raíz de los problemas, el origen, siempre se ignora. Se ignora la causa, solo se ve el efecto.

Pero las causas de la guerra siguen vivas en nosotros, y más en los hombres que en las mujeres.

El descontento, la rebeldía, la envidia, el deseo de poseer cada vez más, son algunas de las razones que Aïvanhov enumera respecto de las causas de la guerra.

Por eso cada conquista individual de la paz, aunque parezca un logro fútil, es de capital importancia. Así como es lo pequeño es lo grande. Cada uno de nosotros, en nuestro pequeño mundo, puede aportar paz o conflicto.

Esa “armonía que impregna los más mínimos actos de la vida cotidiana” debe ser nuestro gran objetivo y nuestra superior conquista.

La guerra, entonces, será imposible.

Traemos, en medio de tanta oscuridad, la imagen de Mandela, cuyo ejemplo es siempre una puerta a la esperanza.

«Aunque un día se llegasen a suprimir los ejércitos y los cañones, al día siguiente los humanos inventarían otros medios de hacerse la guerra. No es suprimiendo a alguien o algo del exterior que se puede restablecer la paz. La paz es, en primer lugar, un estado interior, y es en sí mismo que el ser humano debe empezar a suprimir las causas de la guerra. Mientras esté habitado por el descontento, la rebeldía, la envidia, el deseo de poseer cada vez más, haga lo que haga, no sólo mantendrá en su fuero interno los gérmenes del desorden, sino que sembrará estos gérmenes por todas partes a su alrededor.

El que come y bebe cualquier cosa deja entrar en su organismo ciertos elementos nocivos que le enfermarán. Y entonces ¿qué paz puede tener cuando ha trastornado su organismo? La misma ley existe en el plano psíquico: aquél que ingiere cualquier pensamiento y cualquier sentimiento, enfermará. La paz es pues también la consecuencia de un saber relativo a la naturaleza de los alimentos con los que el hombre se alimenta en el plano psíquico. Sólo puede instalarse en aquél que se esfuerza por alimentarse con pensamientos justos y sentimientos generosos. Solamente un ser así puede aportar la paz a su alrededor: de todas las células de su cuerpo, de todas las partículas de su ser físico y psíquico emana una armonía que impregna los más mínimos actos de su vida cotidiana.»

Omraam Mikhäel Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta