Hoy se nos habla de desarrollar en nosotros la consciencia de la unidad.

La separatividad sigue siendo una de las tendencias más fuertes de la humanidad.

La afirmación del yo, de la diferencia, es reclamo a la separación y a la disputa entre los hombres.

Muchos sabios hablan de que cada hombre alberga una chispa divina, de que cada ser humano es un alma que viene del Uno.

La unidad es un estado de comunión, sagrado, a la que se accede con los ojos del alma, no con los ojos físicos.

Hay una masa crítica en la humanidad que siente esa unidad como algo propio y necesario en la evolución.

La unidad de todo y de todos nos invita a tender puentes en vez de a levantar barreras.

La vida cotidiana es un campo propicio para tender la mano, o para disparar la flecha envenenada.

Bienaventurados los que tienden la mano.

«Los humanos aspiran a la unidad, pero es evidente que no consiguen realizarla. ¿Por qué? Porque no saben que deben buscarla en el espíritu y en ninguna otra parte. Fuera del espíritu, se entra en el campo de la multiplicidad. La hostilidad, la posesividad, todas las tendencias a sentirse diferentes de los demás, extraños a ellos, tienen su origen en que el ser humano se alejó de este estado de perfección en donde todos los espíritus, identificados con el Espíritu divino, no hacen más que uno. En la unidad jamás aparece la más pequeña manifestación de hostilidad.

Algunos seres han ido tan lejos en esta experiencia de la unidad que se sienten vibrar al unísono con todas las criaturas: ya no existe separación, todas las almas, todos los espíritus vibran al unísono y sienten lo que les sucede a los demás como si les sucediera a ellos mismos. Y éste es, precisamente, el objetivo de la Ciencia iniciática: reconducir a los seres hacia esta conciencia de unidad.»

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86) , Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta.  Imagen: Camino de Santiago entre Itero de la Vega y Boadilla del Camino (Palencia), 22 de julio de 2014 (Trish Spoto)