Hay días en que la luz y la calma habitan nuestro interior.

Llega una paz que lentamente se instala en nosotros, y que nos dilata por dentro.

El mundo no ha cambiado, pero en nuestro mundo reinan esa paz y esa luz.

Hay una comunión con otro mundo, con fuerzas superiores.

Esa comunión puede ser diaria y no fugaz, puede guardarse y recrearse, es un fuego que siempre arde y nos calienta.

Vemos entonces todo con ojos nuevos: el amanecer, los colores, los contrastes.

Pero la comunión no es posible si no estamos atentos y vivimos en el ruido.

El sol que nos calienta y nos da vida es un milagro, pero qué poco se lo agradecemos.

Ahí adentro, en esa comunión, hay una alegría que nos espera.

Las entidades luminosas no se detienen en aquél que no vibra al unísono con ellas, por esto la inspiración, la alegría y el éxtasis para la mayoría de los humanos no son sino momentos muy fugaces. Para que duren, hay que dar a estas entidades las condiciones que necesitan y preparar todo su ser no sólo para recibirlas sino para retenerlas.

¿Cuál es la causa de que el sabio sea feliz?… Aunque no cierre los ojos ante todas las manifestaciones del mal en el mundo y los sufrimientos que de ello se derivan, siempre está atento al paso de las entidades luminosas y las acoge, les ofrece una morada en su interior. Es consciente de que ofendería al Cielo si dejara perder las riquezas y las bendiciones que derrama sobre nosotros cada día. La gran debilidad de los humanos no es sentir el mal, sino de quedarse ahí recordando una y otra vez lo que es negativo.

Omraam Mikhäel Aïvanhov,  Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: escena de «El árbol de la vida», de Terrence Malick