El cielo y el mar nos abren a nuevos horizontes.

Nuestra mirada se escapa tras el horizonte, y con ella también lo hace el alma, la esencia.

Momentáneamente el alma se aleja de nuestro cuerpo, sale de la prisión terrena, y se proyecta hacia el espacio, inafectada y libre.

En ese momento algo profundo nos conmueve y nos habla.

Percibimos en esa infinitud otra realidad, una mística, una comunión.

Yogananda lo expresa bellamente: percibimos una Divina Presencia.

Cuando ese algo profundo nos habla, ya no podemos volver a la tierra iguales.

Nuestra aspiración entonces será la de volar, real y figuradamente.

Nuestra aspiración entonces será vivir con integridad.

Y muchas veces, como un regalo cada vez, el cielo nos hablará.

La inmensidad del océano y del cielo siempre han cautivado la atención humana, despertando las olvidadas memorias del alma a la permanente infinitud de Dios. Cuando uno contempla la extensión del océano y el cielo, se escapa momentáneamente del confinamiento de la materia finita y atisba el Infinito. Llamo al horizonte en el que el cielo azul y el agua del mar se funden “el altar de Dios”. Cuando medito en ese espléndido altar de la naturaleza, entonces percibo la entronización de la majestuosa Divina Presencia.

Paramahansa Yogananda (1893-1952), “Dios habla con Arjuna. El Bhagavad Gita”, Volumen II, página 787, Self Realization Fellowship.  Imagen: atardecer en Torrelodones, 1 diciembre 2012. Foto de Olga Melero