La analogía de buscar las alturas que nos ofrece Aïvanhov es siempre adecuada.

Nuestra vida puede estar orientada a una cima, a una cumbre.

Cada uno tenemos una cumbre que conquistar, en unos casos será muy alta, en otros menos, pero para cada uno hay una meta, un ideal.

La naturaleza nos da las herramientas para intentar “ser” nuestra cumbre.

Cada vez que la buscamos, buscamos el encuentro con nuestra naturaleza superior.

Cuando ese encuentro se da, nuestra dimensión cambia: el estrecho y pequeño mundo de la personalidad, del ego, disminuye.

Surge otra cosa.

Así pues, seamos nuestra cumbre, con humildad, con paciencia, pero también con convencimiento de la evolución.

Valles, fuentes, cimas, precipicios, etc., todos los elementos de la naturaleza están cargados de manifestaciones simbólicas y corresponden a realidades de la vida interior. El que medita en una verdad filosófica, mística, hace interiormente la ascensión de una alta cima porque esta verdad le pone en comunicación con el cielo, y la fuente que empieza a brotar en él le purifica, le vivifica. Tender hacia la cima, significa tener un alto ideal, alimentar dentro de uno mismo los pensamientos y los sentimientos más nobles. Caer en los precipicios, supone dejarse llevar por los instintos más viles por los que somos, poco a poco, engullidos. Pero las cimas y los precipicios están en correlación estrecha: cuanto más profundos son los precipicios, más altas son las cimas. He ahí otra verdad para meditar.

Omraam Mikhäel Aïvanhov (1900-86): pensamientos cotidianos. Foto: niña en la guardería del dispensario de Pilkhana, Howrah, Calcuta. Mayo 2009.