Alguna vez dijo Aïvanhov que en una generación, y a través de la educación, la humanidad podría cambiar.
Los niños, cuando llegan, todavía recuerdan algo de ese mundo del que vienen.
Poco a poco les deseducamos y desinformamos con nuestros patrones de escasez, competencia, individualismo, egoísmo.
Hasta los seis, siete años, el niño todavía vive el contacto con el mundo sutil, “recuerda” algo.
Los niños ven posibilidades en todo, quizás porque en todo hay posibilidades que los mayores ya no vemos.
Ya de adultos, los mensajes del mundo sutil nos llegan con dificultad y distorsionados por capas de impureza, por nuestra propia densidad.
Nuestra antena ya no funciona y perdemos el norte.
Pero si perseveramos, podremos poco a poco recuperar la frecuencia para captar esos mensajes y volverá a nosotros la alegría primordial, la calma serena.
A partir de los cincuenta años debiera surgir la figura del sannyasin, del hombre sereno que vive en calma serena.
La vida nos invita a recuperar el equilibrio perdido.
En el transcurso de sus primeros años, los niños viven en contacto con los seres invisibles, les sonríen, tienen conversaciones con ellos, escuchando y respondiendo. Pero cuando hablan de ello a los adultos, sobre todo a sus padres, estos no le prestan atención alguna o les hacen callar: ¿qué son estas invenciones? Sin embargo, si aceptaran escuchar los relatos de estos niños y les preguntaran, recibirían revelaciones asombrosas; se privan con ello de algo muy precioso.
Puede que no sea el caso para todos, pero ciertamente algunos niños llevan con ellos los recuerdos de épocas lejanas en las que los humanos consideraban toda la naturaleza como un organismo vivo con el cual estaban en constante relación. Esta memoria subsiste generalmente hasta la edad de siete años, después se desvanece a medida que crecen, pero también a consecuencia de la educación, del lenguaje y del comportamiento de los adultos; más tarde, se ríen incluso pensando en estas chiquilladas, que creen fueron fruto de su imaginación. Sin embargo, estos fueron vestigios de un pasado inscrito en su alma, y es una pena que los dejen borrar.
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: “Om Mani Padme Hum”, 1932, pintura de Nicholas Roerich