Se nos ha dicho que somos hijos de Dios y que por lo tanto tenemos una filiación divina.

Pero también se nos ha puesto a Jesús como una figura inalcanzable, singular.

El pensamiento de hoy distingue con gran precisión entre Jesús –persona histórica– y Cristo, un principio y energía cósmicos.


Es el Cristo que habita en Jesús, y el que algún día en la larga evolución podrá habita en nosotros.

Cuando el cristo se instala llega la iluminación. Jesús la encarnó

Esta distinción entre persona y principio es capital. Nos abre las puertas a otra dimensión, a otras posibilidades.

Ser conscientes de la filiación divina es también serlo de la unidad que existe detrás de todo lo que se manifiesta.

Es también una llamada a la responsabilidad, a la dignidad y a la Vida.

«Cuando Jesús decía: «Mi Padre y yo somos uno», estaba resumiendo los mayores arcanos de la religión. Y también nosotros, un día, deberemos ser capaces de pronunciar las mismas palabras.

Algunos dirán: «Sí, pero Jesús no es como nosotros. Él era el hijo de Dios, mientras que nosotros, pecadores…» La Iglesia ha querido hacer de Jesús el equivalente de Dios mismo, la segunda persona de la Trinidad, Cristo, un principio cósmico, poniendo así entre él y los hombres una distancia infinita. Pero ¿es ésta la verdad? Jesús, por su parte, jamás dijo nada semejante, jamás pretendió ser de una esencia diferente a la de los demás hombres. Dijo que era hijo de Dios, pero no reivindicó para él solo esta filiación divina, sino que también resaltó la naturaleza divina de todos los humanos. Si no, ¿qué significarían estas palabras: «Padre Nuestro, que estás en los cielos», «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» y también: «Aquél que cree en mí hará las obras que yo hago, e incluso las hará más grandes»?»

Omraam Mikhäel Aïvanhov (1900-86),  “Pensamientos cotidianos”, Editorial Prosveta. Imagen: supuesta imagen de Jesús (en el centro).