Son como dos vasos comunicantes. Cuanto más alimento mi ego, más disminuye mi auténtico Ser.
La renuncia, el sacrificio, es en realidad la conquista de algo mucho más valioso.
El sacrificio de la codicia, de la avidez, del odio, de la zafiedad, son necesarios para que surjan la generosidad, la bondad, el amor, la belleza.
Por lo tanto, en cada “sacrificio” del ego hay la ganancia del Ser.
Por eso se dice que los que dan, los que se dan, son los verdaderos millonarios de la tierra. La sal de la tierra.
Todos los días tenemos múltiples oportunidades para sacrificar lo inferior y dar así vida a lo superior. En todas las pequeñas cosas que, sumadas, construyen las grandes.
Cada día una magnífica oportunidad, un día tras otro. Cuanto antes empecemos, mucho mejor.
Decimos «sacrificarse» como si se tratase de abandonar o de perder algo. Cuando hacemos un sacrificio, no nos sacrificamos, se sacrifica algo inútil, nocivo, inferior, para obtener algo grande, poderoso, precioso. Si no se sacrifica lo que es inferior en uno mismo para que viva lo que es superior, se sacrificará necesariamente lo mejor que se posee en beneficio de los instintos más groseros. Es imposible escapar a esta ley: nuestra naturaleza superior sólo puede vivir si le sacrificamos nuestra naturaleza inferior; y lo que es la vida para una, representa la muerte para la otra. Es así como deben ser comprendidas las palabras de Jesús: «Aquél que quiera salvar su vida la perderá, pero aquél que la pierda la encontrará.» Comprender estas palabras significa también y ante todo querer realizarlas.
(Omraam Mikhaël Aïvanhov 1900-86. Pensamientos cotidianos www.prosveta.es. Foto: Colegio en Zway, Etiopia, Octubre 2009, autor Koldo Aldai)