Cada día tenemos ocasión de vernos con distintas personas.

Los encuentros pueden ser distraídos y mecánicos, pero también pueden estar llenos de atención.

Desde esa atención podemos mirar más allá de la persona: ¿Qué hay detrás de esa fachada? ¿Un alma, un espíritu?


¿Podemos traer el respeto, la atención, el afecto, al encontrarnos con esa persona? ¿Podemos mirarla a los ojos con genuino interés, incluso con amor, con la convicción de que nunca la traicionaremos?

Las relaciones entre los humanos están enfermas: el engaño, la falsedad, abundan por doquier. Esposos enfrentados, padres e hijos enfrentados, hermanos enfrentados… Caín y Abel de continuo, en perpetua repetición.

Construir confianza y respeto requiere pureza interna, y los que intentan vivirla descubren un día que en el otro están también ellos.

Cuando los intercambios son puros y honestos, hay algo dentro que se dilata, que se expande: “un océano de luz que nos transporta entre sus olas”, en palabras de Aïvanhov.

Hay puertas que nos llevan a la esclavitud.  Otras, en cambio, son la antesala de la libertad.

Imagen:  escena de “El árbol de la vida”, de Terrence Malick