Seguimos hablando, como ayer, de la filiación divina.
De un modo muy concreto Aïvanhov nos habla hoy de nuestras dos naturalezas.
No hay que elegir una u otra: hay que integrarlas, para que el alma y (más allá del alma, el espíritu) se manifieste en la materia, en esta tierra.
Esa fue la iluminación de Jesús y la de Buda.
La materia puede permanecer ajena durante mucho tiempo a la influencia del alma.
Lo vemos por doquier, en nuestra vida y en la de otros. Y es una visión muy triste.
El maya, la ilusión, el engaño, son potentísimos.
Pero para los que buscan hay un hermoso camino por delante.
Cada pensamiento compasivo y amoroso cuenta.
«El ser humano, por su alma y su espíritu es de esencia divina y se manifiesta como tal en lo alto, en los mundos superiores. Pero también debe dar a su alma y a su espíritu la posibilidad de conocerse y de manifestarse abajo, a través de la materia del cuerpo físico. Es esta coexistencia, en un mismo individuo, del espíritu y de la materia, y las relaciones que mantienen recíprocamente, lo que hace de la existencia humana algo tan complejo y misterioso, simbolizado por la imagen de la serpiente que muerde su cola. La cabeza representa el Yo de arriba, el espíritu; y la cola, el yo de abajo, la materia. La cabeza come la cola, lo que significa que el espíritu trabaja sobre la materia para poder manifestarse a través de ella. El espíritu que está arriba, omnisciente y todopoderoso, debe poder mirarse abajo a través de la materia como en un espejo. Este es el objeto de la Iniciación: que la materia sea capaz de reenviar al espíritu su propia imagen.»
Omraam Mikhäel Aïvanhov (1900-86), “Pensamientos cotidianos”, Editorial Prosveta. Imagen: meditación en la marcha silenciosa, retiro de plena consciencia de Thich Nhat Hahn, El Escorial, 4 mayo 2014