Cada pensamiento y cada acto pueden llevar una impronta divina: la de hacer el bien.

Durante el día, en el mundo, el bien se manifiesta en millones y millones de actos grandes y pequeños.

También se produce lo que llamamos el mal, que es fruto de la ignorancia.

Pero en nuestra balanza personal el bien puede prevalecer.

Un bien silencioso, en pensamientos y actos grandes y pequeños.

Las alegrías profundas son con frecuencia íntimas, secretas, intransferibles.

Nacen y crecen en nuestro interior, en ese lugar que nos conecta con el alma suprema.

El bien nos procurará esa alegría íntima, y nos alimentará la certeza de que podemos vivir con dignidad.

El bien nos llama para ser sus instrumentos.

«No os planteéis demasiadas preguntas sobre la utilidad de hacer el bien. Todo lo bueno que podáis hacer, bien sea con actos, con palabras, con sentimientos o con pensamientos, hacedlo, y dejad después que el tiempo termine su obra. Incluso aunque lleguéis a olvidarlo, un día, sin saberlo vosotros, este bien os perseguirá para recompensaros.

Y añadiré aún esto: aprended a hacer el bien sin decir nada, sin querer que se sepa que sois vosotros quien lo habéis hecho. Así, no sólo sentiréis una alegría secreta, sino que despertaréis en los demás algo bueno: se sentirán obligados a preguntarse quien es este ser magnífico que no quiere mostrarse, y esto les impulsará a actuar de la misma manera hacia los demás.»

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). “Pensamientos cotidianos”, Editorial Prosveta. Imagen: hacia la la cumbre del Weissmies, Suiza, 4.023 metros (21 junio 2011) (foto de Jonás Cruces  <http://www.todovertical.com/>