Aïvanhov nos habla hoy de un sentimiento sagrado en las relaciones entre los hombres.
Normalmente somos conscientes del tesoro de la vida cuando nacemos y morimos.
En esos momentos puntuales somos capaces de darnos un trato sagrado y de respeto, somos capaces de vislumbrar otro plano.
Sin embargo, ese respeto y esa consciencia se pierden en el espacio intermedio, que es la vida.
Cuando observamos al ser que tenemos delante con otros ojos, algo profundo empieza a cambiar.
Miramos entonces de alma a alma a alguien que, como nosotros, ha bajado del espíritu a la materia, con toda la dificultad y pérdida que ello supone.
En nuestra vida cotidiana el denso ropaje de la personalidad nos impide ver el alma.
Pero solo desde el alma veremos a los demás en lo que realmente son. Y comprenderemos la unidad.
Y entonces el trato entre nosotros empezará a cambiar, hasta algún día hacerse sagrado.
Viviremos entonces conscientes de que la vida es receptáculo de la Divinidad.
Ese es el lento camino de la evolución, que nos lleva de la ignorancia a la sabiduría, de la oscuridad a la luz.
“Aprended a considerar a los hombres y a las mujeres con un sentimiento sagrado, y detrás de sus vestidos, detrás de la forma de su cuerpo o de su cara, descubriréis su alma y su espíritu, ya que son hijos de Dios. Si sabéis deteneros en su alma y en su espíritu, todas las criaturas que habéis descuidado, abandonado y despreciado se os mostrarán extraordinariamente preciosas. El propio Cielo que las ha enviado a la Tierra con esos disfraces las considera tesoros, receptáculos de la Divinidad. Así pues, en las personas no debéis considerar tan sólo la apariencia física, la situación, la instrucción, sino el alma y el espíritu: de otro modo nunca conoceréis lo esencial: os debéis decir a vosotros mismos que incluso los que se pasean aquí como mendigos o vagabundos son, en realidad, a los ojos de Dios que los ha creado príncipes y princesas”.
Omraam Mikhäel Aïvanhov, Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: hiladora tibetana en Sikkim, India, mayo de 2005