Todas las tradiciones espirituales hablan del observador desapegado.
El observador somos cada uno de nosotros, mirándonos desde el plano del alma.
Mentalmente salimos de nosotros para poder observarnos desde fuera, con objetividad y ecuanimidad.
Cada día acumulamos impurezas que necesitan depurase.
Desde esa observación desapegada podemos analizar actitudes y motivos y así separar lo puro de lo impuro.
El recogimiento al final del día nos ayuda, pero contamos con muchas otras ocasiones para parar y para intentar observar a la personalidad desde el alma.
Cuando nos acercamos al lado del alma, vemos con más claridad las impurezas, nuestros propios engaños.
Poco a poco el observador nos ayudará a estar en otra región y a captar otras ondas, otros mensajes.
Cada vez más, podremos vibrar en las frecuencias de las regiones celestiales, donde reina la pureza, donde podemos reencontrarnos.
El mundo físico está hecho de tal forma que, con el tiempo, acaba recibiéndolo todo, algunas cenizas o algunas suciedades. Una casa, aunque sea la más bella, es invadida poco a poco por el polvo y las telarañas si descuidamos limpiarla regularmente. Sucede lo mismo para esta casa que también somos nosotros: nuestro cuerpo físico, primero, que tiene necesidad de ser limpiado, lavado afín de que el polvo y las telarañas de toda clase no se opongan al trabajo de las entidades superiores que vienen a traernos la vida del mundo divino.
Pero preocuparse del mantenimiento del cuerpo físico no basta. Cada día debemos también preocuparnos de estas otras moradas que son nuestros cuerpos astral y mental. Y ocuparse significa purificar nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, liberarlos de todos los elementos de egoísmo, de agresividad, etc. que contienen, con el fin de que podamos vibrar en armonía con las regiones celestiales.
Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: pintura de Nicholas Roerich , Chiktan, 1932