Ayer nos referimos a la pregunta esencial de “quién soy yo”.

En la superficie de las cosas “somos” esto o aquello, y la lista de las ocupaciones humanas es interminable.

En la profundidad de las cosas, somos sin embargo lo mismo: la manifestación en la materia de un alma que tiene relación con el Alma Universal.


Por eso la invitación a vivir en la consciencia del alma, que nos permite percibir la unidad, y comprender que cuando hago daño al hermano, me hago daño a mi mismo, y que cuando le hago bien, me hago bien.

En los momentos de lucidez tenemos un destello de esa realidad.

Pero la lucidez apenas se manifiesta, pues elegimos la ignorancia de la separación.

Los seres iluminados nos insisten: pensad en el alma y en el espíritu.

Sed manifestaciones del Divino en la tierra, nos invitan siglo tras siglo.

Benditos los que aceptan esa invitación.

«Prestad atención con los seres que os rodean o a los que debéis frecuentar. Aprended a considerarlos con un sentimiento sagrado, porque más allá de las apariencias, más allá de la forma de su cuerpo o de su cara, hay un alma y un espíritu que son hija e hijo de Dios. Si hacéis el esfuerzo de concentraros en su alma y en su espíritu, muchas criaturas que hasta ahora no habíais tenido en cuenta, o que habíais menospreciado, os aparecerán extremadamente valiosas. Las entidades celestiales que las han enviado a la tierra bajo estos disfraces, las consideran como tesoros, tabernáculos de la Divinidad.

Acostumbraos pues a no ver solamente la apariencia física de los seres, ni su situación social, ni su grado de instrucción. Por un momento al menos, pensad solamente en su alma y en su espíritu. Decíos también que incluso los que se pasean aquí, en la tierra, como mendigos o vagabundos, son príncipes y princesas a los ojos de Dios que los ha creado.»

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: cerca del río Urredera, Navarra, 1 enero 2014 (Koldo Aldai)