Una luz viene a visitarnos, como el sol cuando en invierno llena una habitación.

La luz entra dentro, nos reconforta, nos ilumina.

Esa luz nos y transporta a otro plano, en el que ya no sentimos la pesadez del cuerpo y de la mente y de las emociones.

Es un plano en el que nos sentimos plenos, sin miedos.


En esa planio surge otra concepción de la vida y sobre todo de “los otros”.

La luz de repente se va y es como si nos soltara y cayéramos al suelo, bruscamente.

Pero la luz está ahí siempre, esperando que yo la reconozca, esperando para infundirme su llama, su entusiasmo, su esperanza.

«Decidís hacer un retiro… Durante quince días, tres semanas, un mes, la atmósfera espiritual en la que vivís os ayuda a rencontraros: sentís un equilibrio, una paz, el sentido de vuestra vida os aparece más claramente, etc.

Pero este periodo tiene inevitablemente un final, y de nuevo os veis sumergidos dentro de la realidad banal; todo lo luminoso que habéis vivido se esfuma. Esto es inevitable, en especial si todavía no tenéis una cierta práctica espiritual. Pero debéis esforzaos para conservar cada vez durante más tiempo los beneficios de semejante retiro espiritual. Entonces, decíos: «Sé que jamás podré evitar regresar a la vida banal, pero debo conservar como un tesoro en mi interior las experiencias luminosas que he realizado, son ellas las que me protegerán el día en que aparezcan las dificultades y el desánimo. Suceda lo que suceda, no cederé, no descenderé, no perderé mi llama, mi entusiasmo y mi esperanza.»»

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: campo en California, 5 julio 2013 (Olga María Diego)