Nos habla hoy Aïvanhov de todas las agitaciones interiores que nos impiden escuchar la voz de la vida divina.

Esa voz está allí dentro, callada, esperando que dominemos esas agitaciones.

El ruido externo e interno es abrumador, pero el oído sensible escucha a los pájaros en el bullicio de la ciudad.

Les agradece su canto diario, su alegría. Hay una comunión.

Y el ojo sensible se maravilla ante los contrastes que proporciona la luz del sol, bañándolo todo de color.

Le agradece su calor, su generosidad. Hay una comunión.

En el silencio ya no hay juicio, solo observación, y humildad.

De la observación nace la calma, luego la certeza, luego la comunión.

La voz del silencio es la voz más bella. Está ahí dentro, esperando a hablarnos.

Aquello que se llama silencio en la vida espiritual, no es un mundo mudo, sin voz. Por esto los sabios de Oriente hablan de «la voz del silencio», y es esta voz que se esfuerzan en oír. Para aquél que sabe escuchar, el silencio, el verdadero silencio tiene una voz, porque es la expresión de la vida, de la plenitud de la vida divina.

La voz del silencio, es la voz de Dios. Esta voz sólo podemos oírla en nosotros mismos cuando logramos calmar todas las agitaciones interiores: rebelión, temores, codicia… Esta voz de Dios se confunde con la de nuestra naturaleza superior: sólo puede expresarse cuando todas nuestras pasiones han sido apagadas.

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta.  Imagen: niña bhutanesa en el paso de Janghotang (4.040 metros), 12 mayo 2010