Hay una morada a construir, se nos dice.
El terreno para construirla está dentro de cada uno, muy cerca.
La construcción es proceso lento, que requiere “pensamientos, sentimientos y actos inspirados por la sabiduría y por el amor”.
Al pensar, al actuar, podemos antes hacernos esta pregunta: ¿Me inspiran la sabiduría, el amor?
Descubriremos con frecuencia otros motivos y fuentes. Algunos de ellas inocuos, otros malignos. Todos ellos producto de la ignorancia.
Los puros de corazón construyen poco a poco esa morada, ese espacio luminoso (ese cuerpo de gloria).
El fuego celestial, que para la tradición cristiana es el Espíritu Santo, vendrá entonces a habitar en nuestro interior.
Accederemos así a la Gran Morada, aquí, en la tierra.
Hay una cumbre a alcanzar.
«El fuego celestial busca a los seres que van por el camino de la pureza, del desinterés, del sacrificio. Desciende sobre ellos, pero no los quema, los abraza para convertirlos en focos de luz. El fuego divino posee en efecto esta particular propiedad de no destruir nunca lo que es de su misma naturaleza. En el momento en que este fuego penetra en el hombre, sólo consume sus impurezas; la materia que es pura, permanece intacta y se vuelve luminosa porque vibra al unísono con él.
Atraer al fuego celestial es la finalidad de nuestro trabajo. Sabiendo que viene sólo a un sitio preparado por él, un lugar que se encuentra en nosotros, incansablemente debemos buscar cómo purificarnos, santificarnos. Así, cada día, con pensamientos, sentimientos y actos inspirados por la sabiduría y por el amor, edificamos una morada hecha con una materia luminosa en la que el fuego celestial, reconociendo su propia quintaesencia, se siente irresistiblemente atraído. A este fuego celestial, la tradición cristiana lo llama el Espíritu Santo. «
Omraam Mikhäel Aïvanhov (1900-86), “Pensamientos cotidianos”, Editorial Prosveta. Imagen: Trekking y ascensión al Shaskia (6.147 m), Tibet indio, verano 2013 (Viajes Sanga)