«El fuego celestial busca a los seres que van por el camino de la pureza, del desinterés, del sacrificio. Desciende sobre ellos, pero no los quema, los abraza para convertiros en focos de luz. El fuego divino posee en efecto esta particular propiedad de no destruir nunca lo que es de su misma naturaleza. En el momento en que este fuego penetra en el hombre, sólo consume sus impurezas; la materia que es pura, permanece intacta y se vuelve luminosa porque vibra al unísono con él.

Atraer el fuego celestial es la finalidad de nuestro trabajo. Sabiendo que viene sólo a un sitio preparado por él, un lugar que se encuentra en nosotros, incansablemente debemos buscar cómo purificarnos, santificarnos. Así, cada día, con pensamientos, sentimientos y actos inspirados por la sabiduría y por el amor, edificamos una morada hecha con una materia luminosa en la que el fuego celestial , reconociendo su propia quintaesencia, se siente irresistiblemente atraído. A este fuego celestial la tradición cristiana lo llama el Espíritu Santo.»

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86). Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta. Imagen: el campo en Orgaz, Toledo, 8 de marzo 2014 (Diego Bravo de Urquía)