Hoy se nos habla de nuestras huellas celestes, que están ahí dentro, siempre latentes, pero casi siempre borradas.

Esas huellas pueden llevarnos hacia el camino de regreso pero es preciso descubrirlas, aflorarlas, seguirlas.

Las otras huellas, las humanas, tienen recorridos variopintos. Con frecuencia nos hacen dar vueltas en círculo por paisajes insípidos, tristes, marcados por la ceremonia de la confusión, hasta que un día ya caemos agotados y la vida se acaba.

Habla Aïvanhov de frecuentar la reflexión, la oración y la meditación para descubrir estas huellas.

Las huellas nos llevarán hacia un camino no extraviado. Y en ese camino no será infrecuente la calma. Y en ese camino no será infrecuente el gozo.

Es camino incompatible con ciertos paisajes humanos, con ciertas rutinas que en vez de elevarnos nos esclavizan.

Pero el camino está y las huellas pueden encontrarse.

Y en ese camino, en el verdadero, hay muchas pistas.

Todas las almas humanas salieron del seno del Eterno, y llevan inscritas en ellas «muestras» de lo que son la verdadera sabiduría, el verdadero amor, la verdadera belleza, la verdadera justicia, etc. Pero como la mayor parte de los seres humanos no han aprendido a buscar en sí mismos estas huellas celestes y vivificarlas, permanecen enterradas bajo capas y capas de opiniones erróneas, de visiones falsas, de gustos depravados. Entonces, ¿qué hay de sorprendente si, no teniendo ninguna señal con la que dirigirse, no cesan de extraviarse? Pero corresponde a cada uno de nosotros descender hasta las profundidades de nuestro ser para descubrir allí esta claridad que casi ya no apercibimos. Mediante la reflexión, la oración, la meditación, con una disciplina de vida, podemos atravesar todas estas capas opacas y volver a encontrar esta luz, la única que puede hacernos ver claro sobre las elecciones que debemos realizar.

Omraam Mikhaël Aïvanhov (1900-86) , Pensamientos cotidianos, Editorial Prosveta.  Imagen: “Remember” (1924), pintura de Nicholas Roerich