El mensaje de Yogananda es emancipador.

Por encima de nuestro cuerpo y de nuestra mente, que nos aprisionan, está nuestra realidad espiritual, la que nos une y vincula al Logos.

Nuestra conciencia es imperecedera, esa es nuestra herencia. Pero esa herencia está sepultada “bajo el terrón de carne”, bajo nuestra apariencia.

Podemos empezar a despertar, a recuperar nuestra consciencia, a vivir.

Es importante, cada día, que dediquemos un mayor tiempo a recuperar esta consciencia, esta comunión con el Creador.

En esa recuperación, en ese entender está el origen de una vida en paz y en propósito.

Que los seres humanos despertemos, esa es nuestra oración.

Ningún cuerpo humano ha ascendido al cielo: la esencia etérica de esta región no puede albergar formas corpóreas; no obstante, todas las almas tendrán la posibilidad de entrar —y, de hecho, entrarán— en los reinos celestiales cuando, a causa de la muerte o por medio de la trascendencia espiritual, se despojen de la conciencia física y se reconozcan como seres angélicos ataviados de pensamientos y de luz.

Todos estamos hechos a imagen de Dios, somos seres dotados de conciencia imperecedera, envueltos en diáfana luz celestial —una herencia que se encuentra sepultada bajo el terrón de carne—. Sólo podremos reconocer dicha herencia por medio de la meditación. No existe otro camino; ese logro no se alcanza a través de la lectura de libros o del estudio filosófico, sino por la devoción y la oración contínua y la meditación científica que eleva la conciencia hacia Dios.

Paramahansa Yogananda, “El yoga de Jesús”, Self Realization Fellowship 2009, p62. Foto: flores en las montañas de Bhutan, 11 mayo 2010. Autor: Jorge Tamames

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