Ellos también caen, los dictadores también caducan. Su horror no es por siempre. Esperanza y alegría, por lo tanto, de que los humanos vamos conquistando más altas cotas de justicia y libertad. Esperanza y alegría sí, de que la historia progrese, de que la nomenclatura de dictadores vaya mermando y la humanidad emancipando, de que “La Moneda” albergue una mujer noble, eficaz y entregada… Nos bastan esas alegrías. Ningún infarto las colma. Ningún dolor ajeno, por mucho que el sufriente haya hecho a su vez padecer a los demás, nos causa satisfacción.
¿Dónde la alegría, si tan mayúsculo fue su desatino, si ni siquiera con canas y torpe bastón suspiró arrepentimiento? No hay gozo por la partida de seres que tanto erraron, que tanto sufrimiento ajeno cargan a sus espaldas. ¿Cómo borrará el general la sangre, cómo el dolor y el llanto causados de unos anales, ahora sí, inalterables?
El ataque al corazón del déspota sólo confirma la superioridad de una ley que no es de este mundo, que gobierna sobre nuestros tribunales, ley inexorable de la vida y el amor ante la cuál los militares golpistas tienen también, más pronto que tarde, que postrarse.
La compasión es un ejercicio de entrega y de fe en el que merece la pena entrenarse. Los tiranos nos dan la oportunidad de desarrollar esa imprescindible musculatura del alma. Las fronteras de la generosidad nos desbordan a los mortales, pero mientras exploramos sus límites infinitos, podemos guardar a buen recaudo el cava para las Navidades que ya planean, podemos incluso atrevernos a descorchar oración por el ánima de quien, tan pesada carga de injusticia y dolor sembrados, lleva encima.
La Redacción