Muchas gracias queridos Ramiro y Javier por invitarme a prologar estos intercambios tan sinceros en los que habláis del amor. Con vuestro permiso parto de tres ideas o realidades.

La primera es el regalo de haber nacido como seres humanos y tener la posibilidad de desarrollar la plena consciencia y el amor. Me gusta mucho para expresar este regalo el ejemplo budista tan felizmente rescatado por Ramiro: “imaginaos por un momento en los vastos océanos una argolla; imaginaos por un momento que hay una tortuga que sólo saca la cabeza una vez cada millón de años; e imaginaos que en el momento que saca la cabeza, la mete directamente en la argolla. Más difícil que eso es haber encontrado una forma humana. Y tenemos que dignificarla creciendo interiormente y poniendo los medios para el crecimiento, el desarrollo y la paz de los demás”. Me parece muy importante ser plenamente conscientes de esta ocasión única (este milagro en verdad) de ser y de encontrarnos unos a otros (de reconocernos), todos caminantes en este largo camino (el camino de regreso a casa). Y también la llamada a dignificar nuestra vida.


La segunda, más realidad que idea, es nuestra vulnerabilidad. Llegamos y nos vamos del mundo solos, sin equipaje y en un estado de enorme fragilidad. Cuando llega la muerte, nos aferramos a este cuerpo como si fuera nuestra casa. El cuerpo se rompe y sentimos que nos rompemos. A lo sumo este cuerpo es nuestra casa temporal, no nuestro verdadero hogar, pero aun así identificamos que tenemos vida en función exclusivamente de la del cuerpo. Ya sabemos que esta identificación es puro maya, ilusión; pero aunque no sea nuestro verdadero hogar, en esa separación definitiva con el vehículo terrenal –que ya no sirve y debe ser desechado- sentimos pérdida, disolución y dolor. Todos tenemos que pasar por ello, y por cierto con la mayor humildad. Y antes de pasar por ello hemos normalmente sufrido la pérdida de seres muy queridos que  se han ido.  Nadie escapa a ello, como tan bien ilustra la historia de Krisha Gotami, la desesperada joven madre que imploraba a Buda para devolver la vida a su hijo, y a la que Buda respondió: “sólo hay una manera de curar tu aflicción. Baja a la ciudad y tráeme un grano de mostaza de cualquier casa en la que no haya habido jamás una muerte”.

Hay al respecto de esta transitoriedad y fragilidad humanas un ejercicio muy válido para desarrollar la compasión por todas las criaturas: imaginarlas en el momento de su nacimiento y también en el de su muerte, en ese instante en el que el cuerpo deja de respirar y se hace el silencio. Cuando visualizamos estos dos momentos, percibimos que todos los seres vivos son merecedores de compasión porque tienen forzosamente que adaptarse a un mundo y sufrir en un mundo en el que la pérdida es parte esencial de la vida.

La tercera idea atañe al alma, en el sentido de que “somos” un alma, en lugar de que “tenemos” un alma. Es el alma humana como una manifestación del Alma Universal, y que constituye nuestra naturaleza superior (divina) aunque solo sea transitoriamente como instrumento intermedio entre el espíritu y el ego (esta distinción me da, como es natural, mucho vértigo). Y una de las principales características del alma es el amor. Sus otras características son la pureza, el gozo (la alegría), la paz y la verdad. Cuando estas características se ponen de manifiesto en la vida, la sabiduría se desarrolla en un proceso gradual e inevitable. Y por lo tanto, el ser humano encarnado, a medida que va desarrollando la sabiduría, podrá vivir en la consciencia del alma más y más, y más. Es un círculo virtuoso. Es cuando se descubre que el objetivo de la vida es lograr la unión con nuestra naturaleza fundamental iluminada, esto es, encarnar nuestro verdadero ser.

Dado que el amor es una de las características del alma, vivir desde la consciencia del alma equivale a vivir desde la consciencia del amor, lo cual no es incompatible con estar aquí y ahora y hacer lo que nos toca hacer. Es hacer crecer el ser y disminuir el ego, y es un proceso que se retroalimenta hasta que el alma alineada con los tres cuerpos (físico, mental y emocional) es finalmente la que dirige, de tal forma que el cuerpo se convierte en un instrumento a través del cual puedan fluir y manifestarse las características del alma. Para muchas tradiciones ese es el hermoso y luminoso destino de los seres humanos, después de múltiples encarnaciones. Esto es, aflorar la naturaleza crística y búdica, llevar hasta sus últimas consecuencias aquello de hijos de Dios a imagen y semejanza, construir lo que en terminología cristiana se llama el cuerpo de gloria.

Intento ahora relacionar estas tres ideas buscando su ligazón, y siento interiormente que confluyen en el entorno de un espacio muy sagrado y sutil. Ese espacio es el hilo que nos une a los unos con los otros como almas inmortales y asimismo con el alma universal, con el Divino, que es fuente y refugio. En ese espacio caben un Dios inmanente (nuestra chispa divina ya iluminada) y uno trascendente (el Uno). Cuando esta percepción de lo sagrado nos llega y nos invade ocurre que estamos en contacto con el alma, y entonces se produce una comunión en la que el amor brota de un modo espontáneo. Este proceso puede ser consciente o inconsciente. Entiendo que en los seres iluminados, que son liberados vivientes, es inconsciente, permanente y universal. Entiendo por ello que la mirada de estos liberados vivientes, que está llena de amor, cura y sana. Es la mirada drishti, desde el alma.

Los seres humanos estamos como colectivo muy lejos del amor en esa acepción tan sagrada a la que acabo de referirme y a la que vosotros os referís en estas páginas. Lo atisbamos en momentos muy concretos de nuestra vida. Contamos con múltiples recordatorios para hacerlo, pero aún así nos cuesta siquiera creer en la posibilidad de alcanzar  (no ya de mantener) ese estado de comunión. Vidas y vidas de ignorancia nos han llevado a identificar la totalidad de nuestro ser con el ego, y desde el ego no puede haber amor ni comunión. Hay una permanente desconexión con la naturaleza fundamental iluminada a la que antes me refería, que es como un recuerdo lejano, cada vez más borroso, una especie de sueño que se pierde.

Es la vida en el Jardín del Edén. Es la Edad de Oro del hinduismo, tan lejana que suena irreal. Es la vida en comunión con el Uno a la que se refiere el Bhagavad Gita. Es la esencia de la vida verdadera a la que nos llama Jesús. Tu, Ramiro, llevas más de cuarenta fructíferos años (pienso muchas veces en ti en clave de la parábola de los talentos) explicando el por qué de esta desconexión, y proponiendo generosamente la solución para volver a enchufarnos, que no es otra que el Yoga milenario, la maravillosa ciencia de la Unión. Entretanto, seguimos tan dormidos como cuando lo denunciaste la primera vez. Lo cierto es que la conexión, de nuevo hablando a nivel colectivo, está rota y que la sociedad humana parece tirar en dirección opuesta. Pero sin embargo, hay esperanza…

Hay esperanza porque a nivel individual podemos crear universos. Si, cada uno podemos crear nuestro propio universo, podemos en realidad elegir la mentira o la verdad. A nivel individual el contacto con el alma es posible. Y desde esa unión, es posible la Unión mayor. Y yendo más allá de cada uno de nosotros, la senda de transformación espiritual está hoy abierta al mayor número de personas que nunca haya conocido la historia de la humanidad. Hay un gran despertar, con potencial de convertirse en despertar colectivo. En ese despertar cada vez más y más personas empiezan a entender que el objetivo de nuestra vida es lograr la unión con nuestro verdadero ser, y que todo lo demás vendrá por añadidura, y por supuesto el amor. Hay la posibilidad de crear una masa crítica de consciencia que dirija a la humanidad hacia la senda del amor.

Creo que este libro contribuye a ese despertar. ¡Buen trabajo!

Un abrazo fuerte para los dos.

1 de noviembre de 2013