El debate entre Monarquía y República está servido. Llega caliente, humeante hasta nuestras mesas. Podemos y debemos sugerir nuevos modelos. Podemos testimoniar alternativa, pero deberemos también asumir el orden imperante, siempre y cuando no represente imposición, sino deseo de una mayoría. Asumir la realidad actual no implica defenderla, ni que renunciemos a transformarla; significa que reconocemos que una importante porción de la población opta por un modelo, por poco que nos convenza, por desfasado que nos semeje. Desde el momento en que nos postulamos como agentes de un Plan que nos desborda, como servidores de una evolución que no tiene límites, intentaremos fomentar una nueva visión más acorde con modelos superiores, pero desarmaremos el verbo, nos abstendremos de suscitar división y confrontación.
Contraponiendo los modelos de Estado, corremos riesgo de fomentar la división, la confrontación entre las gentes que apoyan unos y otros modelos. Estamos llamados a armonizar, a propiciar siempre el encuentro, la cita en un punto más alto. Estamos llamados a alentar la creatividad , la participación, el debate, pero no la trinchera. El alba fecunda a la noche, no lucha contra ella, por cerrada que ésta semeje. El deseo de confrontación es una emoción no rendida, un coraje aún no sublimado, por muy disfrazado que a veces pueda manifestarse de nobles ideales. Instalados en el alma, sólo buscaremos suscitar acercamiento y mutuo enriquecimiento. Dentro de muchos de nosotros aún no se ha rendido el guerrero. Permanece despierto y alerta a que suene en alguna plaza el cornetín para la batalla, mas el alma sabe de la otra y verdadera afronta para la que nunca calla el llamado, el desafío ante nosotros mismos.
Siquiera tarde nos hemos enterado de que tampoco a la monarquía había que situarla en el centro de nuestras dianas. Siquiera a deshora hemos sabido que incluso los reyes podían ser dignos de nuestro esfuerzo de comprensión y compasión. La monarquía no es nuestro modelo, pero aceptamos que buena parte de los españoles se sientan protegidos, seguros, amparados por ella; que quieran sostener entre sus manos un papel couché donde mirar el último modelo de la reina, donde ver crecer a sus hijas. Aceptar este cuento de príncipes y princesas no es renunciar a una sociedad gobernada por ciudadanos más creativos, participativos y empoderados. Aceptar este aquí y ahora no significa que no mostremos la carta del futuro que tenemos guardada bajo la manga. Hagamos que ese futuro se pueda manifestar siquiera a pequeña escala, aquí y ahora a nuestro alrededor. Hagamos que ese mañana pueda brillar ya en el presente y así seducir, así ir ganando conciencias y dejando atrás los modelos más instalados en el privilegio, correspondientes a un pasado más monolítico, hereditario, dirigista.
Las cosechas se seguirán siempre renovando, pero podemos hundir en la tierra superiores semillas. Nuevos modelos están llamados a reemplazar a los antiguos por ley de evolución. Formas más participativas, ya no basadas en la herencia están llamadas a sustituir el actual modelo monárquico. Podemos y debemos presentar esos modelos, pero no debemos confrontar el futuro con el presente. Aceptamos el presente, pues hemos asumido encarnar en este tiempo, en esta geografía, entre esta porción de humanidad que elige la actual forma de gobierno. Aceptamos el presente a la vez que nos reconocemos como agentes de transformación de esa realidad, desde nuestro eventual ejemplo, desde la luz que seamos capaces de alumbrar, desde el poder de reconstrucción y recreación del que el Gran Creador nos ha imbuido.
Incluso el presente también está en marcha por lento que parezca. Incluso las mentes se van abriendo, por ceñidas que semejen al pasado. Quien viene a en breve ocupar la corona, hace ya diez años que no ha presidido una corrida de toros. Creo que tampoco voló a Botswana con un rifle. Persuadamos en el progreso, en la ascensión, dejémonos imantar por la luz y la visión que nos puede sorprender en las alturas. Regresemos con la buena nueva en los labios, sepamos contarla, vivirla; sepamos testimoniarla, nunca confrontarla. Seamos dignos de la luz que se nos derrama. Traigamos la antorcha, no combatamos el claroscuro, ni siquiera la tiniebla. Devengamos Prometeos*, ya no más guerreros.
* En la mitología griega, Prometeo es el que roba el fuego del espíritu a los Dioses para llevarlo a los humanos.
Koldo Aldai, 5 de junio 2014