Empujar la silla de ruedas le acarreaba imborrables enseñanzas. Hiciera viento o “xirimiri” se acercaban al mar, rodaban juntos los paseos a la vera de las aguas inquietas y la arena dormida. Donde acababa el recorrido, allí al final, en la terraza de la Perla, frente a una Kontxa siempre soberbia, caía la recompensa en forma de vinito blanco y aceitunas. El ritual le hacía planear  al abuelo sobre un mundo del que permanecía ya largo tiempo ausente.

A lo largo de esos domingos lo más grato, sin duda alguna, eran los encuentros. Se trataba de gentes ya de avanzada edad, del tiempo de sus padres, mayormente hombres y mujeres de Iglesia, que sus progenitores habían conocido y tratado en los diferentes círculos y ámbitos católicos que habían frecuentado. Empujar a su “aita” y su carrito le había permitido acercarse a ese mundo entrañable, a esas gentes buenas tan cargadas de afabilidad y ternura. Había escrutado sus rostros de sereno contento, sobre todo pulsado la fuerza de sus abrazos. Concluía el encuentro y su madre le daba cuenta del curriculum, a menudo de las penalidades que atravesaban y que por supuesto callaban. Él se quedaba con esos abrazos que le noqueaban, que rompían en pedazos todos sus esquemas y los trataba de retener en su retina como la más preciada lección que jamás leyera en sus libros de profundo esoterismo.


Presenciando tantos y tan sentidos y amorosos besos y abrazos, iban cayendo los últimos recelos que podía abrigar con respecto a las gentes llanas de iglesia. Tomó afecto a toda esa gente de Jesús, que más allá del limitador convencionalismo, se expresaban sin restricción en toda la dimensión de su alma; se agachaban, abrazaban y estrujaban con el enorme cariño que llevaban dentro.

Cuando nombraron al nuevo Papa algo le transportó a la orilla del mar. Se abalanzaron de nuevo en su recuerdo todos esos abrazos. Se acordó de esos buenos cristianos que merecían en Roma alguien con toda la fuerza del amor que ellos/as llevaban dentro. Esos cristianos que habían devorado durante años el Jesús de Pagola casi a escondidas, que añoraban las libertades que siempre gozaron con Uriarte y Setién; todos esos cristianos cuyo desbordado anhelo no terminaba de entrar en los sermones oficiales, entre los párrafos siempre estrechos de los catecismos; esos cristianos genuinos que se habían ajustado a lo impuesto, cuyo espíritu se veía encarcelado en el dogma establecido y que por lealtad no dieron un paso fuera del perímetro eclesiástico…, necesitaban un Papa, como todo apuntaba, podía ser Francisco I. Su sencillez, cordialidad y voluntad de cambio abría cuanto menos una ventana a la esperanza.

Todos esos cristianos que cargaban con tanto “amén” a lo que les llegaba desde arriba, que ya no sabían donde buscar aire fresco y renovado, que esperaban de la jerarquía una apertura, una inclusividad, una flexibilidad que no terminaban de llegar, que querían ver en el Papa un reflejo auténtico del Nazareno…, podían estar en vísperas de su hora.

Lo llevaban toda su vida buscando, por supuesto mereciendo. Lo habían llamado en tantas cerradas noches, en la hondura de tantas crisis, en tantas fervientes oraciones… y había más que evidencias de que podía haber llegado. El Papa que rechazaba limusinas y viajaba en “colectivo”, que vivía en un sencillo apartamento y se hacía su propia comida, que frecuentaba a los pobres y lavaba los pies a los enfermos…, podía ser el Papa por el que había suspirado toda esta buena gente de fe.

Ojalá final feliz en esta breve historia, en la recta final de demasiadas frustraciones… No hablamos de saltos al vacío, de rupturas incomprensibles con el pasado, nos referimos a gestos cargados de significado como los que ya ha protagonizado el nuevo Papa. Se trata de ese toque de sano humor, de alejarse del dogma y volver al corazón, se trata de bajar a la calle y caminar a pie y compartir fe, de guiños sinceros de encuentro para con los líderes de las otras religiones… Hoy leemos buena nueva en los periódicos viejos, hoy nos cuentan que llegó a Roma viajando en clase económica, con los zapatos que le regaló la viuda de un sindicalista. ¿Será que las ganas tan grandes de cambios que abrigamos redactan ya su historia? ¿Será que no sabemos dónde volcar toda la esperanza acumulada, dónde saciar toda la sed de cambio que no cabe en nuestras gargantas…?

Nos ha terminado de contagiar esa gente que abraza tan fuerte a la vera del mar. Son los fieles seguidores de un tal Jesús que piden liderazgo de incondicional amor, de celeste talla. A fuerza de ejemplo han hecho nuestras sus esperanzas. Pueda estar Francisco I a la altura de tanta sincera aspiración despertada, a la par de tan irrefrenable expectativa. Pueda estar al nivel de lo que el mundo y la cristiandad necesitan. Quiera el Cielo que suponga el inicio de una profunda renovación, de una nueva era en la Iglesia. Por esa Iglesia abierta, hermana, solidaria, sencilla, con rostro también de mujer, fiel al legado eterno del Nazareno…, que esas entrañables gentes de edad y otros tantos también deseamos.
Koldo Aldai