Por la Redacción
Sobre la unión genuina y sincera entre la cruz y la media luna roja se cimentan otras muchas uniones que trascienden el ámbito religioso. La Alianza de Civilizaciones necesita de un engrudo que sólo pueden elaborar los credos reunidos. Consolidado un vínculo interno en la fe, las ententes externas se pueden ir configurando más firme y solidariamente.
Llevo aún arena en la mirada y desierto en el calzado. Llevo aún el sol clavado en la frente, pues hace tan sólo unos días he vuelto de una breve estancia en ese Egipto de admiración y pesar. Gozé y pené en ese país donde se unen deslumbramiento y turbación, donde lo excelso cayó cautivo del abandono.
Paseé sus espacios sagrados y de supremo arte, sus espacios olvidados. Más que las piedras muertas, busqué los poblados vivos; más que nostalgia de la gloria faraónica, me atraía el desafío de sobrevivencia a la vera de un arenal inmisericorde. Más que correr tras el glifo inescrutable, intenté descifrar el enigma de la vida tenaz bajo un sol implacable. Más que las nubes de turistas fusilando bajorrelieves, las mujeres en los pozos arrebatándole agua a la tierra, los niños cabalgando el burro desnutrido, el ciclista llevando sobre su cabeza la bandeja de los mil y un panes. Más que los templos caídos, la lucha diaria y titánica por la vida, en contra del desierto que cabalga, de las plagas de la sed y el hambre aún no derrotadas.
En la megalópolis de El Cairo, donde reina el más absoluto caos, me sorprendió ese matrimonio bien avenido entre tradición y modernidad. En las calles sobreagitadas y de tráfico anárquico exploré los ojos de las mujeres, intentando acercarme al más definitivo escenario de la relación entre libertad y tradición. Tras los velos (“hidjab”) intentaba hallar ese punto de felicidad en la mirada de ellas capaz de tranquilizarme. Deseaba saber si ese ocultamiento, esa negación de sí mismas es algo libremente asumido.
En medio de bodas de ricos en los más lujosos hoteles de la capital vi mujeres enfundadas en negro, que ni para tomar una bebida se quitaban el velo. Acercaban el vaso de “karkadéh”, infusión fría a base de flores de hibisco, a sus labios por debajo de la tela. Teléfonos móviles de última generación eran sostenidos por manos enguantadas, hábilmente manejados por mujeres de negocios que apenas ceden a la luz sus misteriosos ojos, jóvenes con Nokia a la oreja, que ya han conocido mundo y que sin embargo se han refugiado en la sombra más anónima.
Creo que la inmensa mayoría de las muchas mujeres egipcias con velo y chador optan libremente por esa casi total ocultación de su cuerpo y rostro. Todo apunta a que es un acto voluntario el no mostrar a la ciudadanía su belleza, el encanto de su semblante. Desconocemos el peso de la tradición, de las razones culturales, psicológicas, familiares… que han empujado a esas mujeres a adoptar tan drásticas decisiones, el caso es que el fenómeno parece ir en aumento.
En la Mezquita de Alabastro un guía explicaba en perfecto castellano a un grupo de argentinos que las manifestaciones de ternura y cariño quedan en su país absolutamente relegadas al ámbito de lo íntimo. El joven egipcio confesaba que jamás había visto a sus padres besarse, ni regalarse una caricia.
Al salir del templo majestuoso y encarar de nuevo ese sol aplastante, esas calles llenas de polvo y basura, los interrogantes se amontonaban. Algo en mí se revelaba ante esa ciudad de veinte millones de habitantes privada de sus correspondientes dosis de ternura. Ni las innumerables antenas parabólicas apostadas en las azoteas, ni ese contacto tan estrecho con otras culturas a través de ese cuestionable turismo masificado, logran encender la chispa de un afecto manifestado en público.
Mermó acaloramiento de dentro y fuera con la ducha y el aire del hotel. No hay lugar a la rebeldía, empero sí al respeto exquisito, pues sólo así los pueblos y las civilizaciones pueden evolucionar libremente hacia sus destinos. La alarma sólo puede venir con la violación de los derechos humanos. Garantizada la libertad, las gentes marcan el apego o distancia de las tradiciones.
Mientras que no haya imposición, las costumbres tradicionales, por extrañas que algunas nos puedan parecer, exigen toda la consideración. El encuentro imprescindible con el Islam arranca en ese esfuerzo de comprensión; pasa también por el progreso de un Occidente abierto, solidario, sensible a las diferencias, en detrimento de ese otro Occidente detentador de todas las verdades, gendarme global, adueñado de los destinos del mundo.
Clama el grito en el cielo el ocultamiento, el enclaustramiento de la mujer contra su voluntad. Claman denuncia las piedras que llueven a las que ejercen también en el lecho su libre albedrío, los labios del clítoris negados por ser adolescente, las manos cortadas por el hurto… De la misma forma, la fe que cree progresar con violencia y estruendo de coches bomba no tiene futuro y así hay que hacerlo saber. Sin embargo conviene huir de un discurso generalista que no discrimina entre uno y otro Islam.
El Islam moderado, democrático y respetuoso con las libertades merece todo el apoyo. El Islam más duro tiene que comprender que la fidelidad a la tradición religiosa no puede estar por encima del principio superior de la libertad y el escrupuloso respeto a las elementales leyes de convivencia y los derechos humanos.
Economía por lo tanto de discursos como el de Ratisbona. En torno a tan delicado tema, las intervenciones de los máximos líderes religiosos de uno y otro signo deben ir encaminadas a allanar los caminos de diálogo, no a dificultarlos, bien es verdad que a Benedicto XVI no le han faltado reflejos para desandar sus palabras. Ello le honra.
Conciliémonos por lo tanto con las otras fes y sus formas de manifestarse. Asumamos todos los posibles en cuanto a concordia y buena armonía con los amigos musulmanes, ya que no falta el imposible de aceptar la violación de derechos humanos bajo una rígida interpretación de la “sharia”.
Tal como apunta Luis Sols Lucía en su libro: “El Islam, un diálogo necesario”, nuestra prosperidad económica y nuestra estabilidad social, nuestro futuro en definitiva, depende en buena medida del progreso en las relaciones con el Islam: “Es urgente abrir una vía de diálogo que nos encarrile por el camino de la convivencia y de la comprensión. Sin duda, las comunidades de musulmanes que se hallan establecidas en territorio europeo harán un aporte decisivo en este diálogo”.
Sobre la unión genuina y sincera entre la cruz y la media luna roja se cimentan otras muchas uniones que trascienden el ámbito religioso. La Alianza de Civilizaciones necesita de un engrudo que sólo pueden elaborar los credos reunidos. Consolidado un vínculo interno en la fe, las ententes externas se pueden ir configurando más firme y solidariamente.
Nos jugamos mucho en este enorme desafío de armonizar la diversidad en el ámbito de lo pequeño y de lo grande. Un planeta globalizado por la economía ha de fundamentarse en una unión interna mas sólida. La gestación de una creciente conciencia planetaria enriquecida por las diferencias culturales y religiosas se manifiesta como uno de nuestros mayores retos humanos.
Tendamos pues puentes y más puentes entre las formas de mirar al más allá, de honrar el Origen de todo lo creado, entre las formas de habitar y pasear el mundo. Anclemos esa impostergable alianza civilizacional en la alta esfera de la religión y la política, hagámosla también posible en el más cotidiano ámbito de nuestras ciudades, barrios y pueblos. Llevemos igualmente esa actitud abierta en nuestros viajes, no vaya de repente el implacable sol del desierto a cegarnos esa mirada generosa y comprensiva, hoy más que nunca imprescindible.
La Redacción
Fundación Ananta