Hace unos años Koldo Aldai me regaló este texto sobre su experiencia en el metro madrileño, que en realidad puede ser la de los vagones o los autobuses de cualquier ciudad. El texto me llegó, y lo envié a diferentes periódicos para ver si en alguno encontraba hueco entre las noticias del día.  Un hueco para inspirar, para animar, entre tantas malas y en muchos casos superfluas noticias que los periódicos airean cada día, y que nos erosionan y desaniman. Frente al veneno diario, el antídoto maravilloso, la posibilidad de ver también en los trenes subterráneos una luz muy precisa y especial, pensé, la posibilidad de descubrir en un destello el milagro en lo cotidiano. Pero el artículo no encontró ese hueco en ningún diario, aunque apareció en algunas webs y en algún boletín de pequeña circulación. Y así algunas personas reflexionamos sobre ese bosque, sobre esos hayedos, sobre las miradas de esos ojos que nos cuenta Koldo.

Esta mañana de enero me he reencontrado con el texto, y al releerlo y más que eso, al revivirlo, me ha hecho bien, “ha obrado en mi”, en aquella expresión tan bonita una vez utilizada por Borges a propósito del efecto benéfico del bosque, del murmullo de la naturaleza. Y he reparado que es un texto atemporal, por serlo la vivencia que nos transmite. Da igual que sea de 2005 (cuando fue escrito) o de 1958 o de 2040. Tiene larga vigencia pues habla de lo humano y desde la mayor simpleza. Y he escrito estas líneas, con la esperanza de que el texto llegue ahora a más personas.  Lo que no pudo ser en 2005 quizás pueda ser ahora.

 

 

{jcomments on}En la tierra hay muchas escuelas. Hay una que no tiene edificios, ni profesores, ni campos para el deporte. Es la escuela del amor, de la sabiduría y de la verdad. Es una escuela gratuita, en la que no hay exámenes formales, y en la que el plazo para graduarse puede durar lo que quiera el alumno. Esta escuela procura muchos y variados cursos, que pueden durar varios meses, toda una vida y también muchas vidas, y que a veces toman la forma de trayectos entre estaciones, como nos narra Koldo. Son cursos un tanto acelerados y atolondrados, rodeados de ruido, pero que también pueden recorrerse en silencio, como tapando nuestros oídos. Esta escuela no tiene horarios, pero abre sus puertas cada vez que nosotros abrimos las nuestra; la verja es infranqueable cuando nosotros estamos cerrados. Es más, como en la pintura de Roerich que acompañamos, la puerta siempre está abierta, pero sólo podemos pasar a través de este muro cuando nos despojamos de ciertas cosas.

En esta escuela subterránea que ayer, hoy y mañana nos trae Koldo, vemos pasar a la humanidad ante nosotros. En cada semblante, en cada expresión, podemos descubrir muchas cosas. Tristeza, pesar, alegría, dolor, aburrimiento, indiferencia, paz, crispación, hay de todo en estas miradas. Y según uno profundiza en estas miradas, va descubriendo poco a poco algo que está más allá, que las trasciende, una suerte de hermandad, un destino común, un dolor común y también una esperanza. Algunas de estas miradas que Koldo vio en 2005 las he visto yo ayer en diferentes lugares, y volveré a verlas una y otra vez, y las verán mis hijos y los hijos de nuestros hijos. Son también mis miradas.

El metro que Koldo nos describe es un lugar aparentemente triste, pero visto desde otro ángulo es un lugar de enorme riqueza, de descubrimiento perpetuo. Allí fluye una energía inmensa, de personas que van de un lugar a otro, de seres que anhelan consciente o inconscientemente lo mismo que yo: paz y armonía. En ese trajín hay una armonía oculta, un propósito que se intuye pero no se atrapa, una magia no muy distinta a la de los hayedos nevados, y que se manifiesta a otro nivel del subconsciente. Por eso también hay una gran belleza para el que se anime a descubrirla.

El texto de Koldo es breve, poético, esperanzador, para mi veraz en su totalidad. Me hizo bien entonces, y me hace mejor aún ahora, es como un bálsamo. Intento unirme a esa oración hermosa de Koldo, que no requiere ni de templos ni de cirios, que está más allá de las querellas de la vida porque nace de esa escuela del amor y de la sabiduría, cuyas puertas están esperando a que llamemos, pero en la que muchos ya se han graduado: “Cuando nos lanzamos a la carrera a por la escalera mecánica, aprovecho a pedir por todos ellos, por su jornada recién inaugurada, por su misión en ese día, por su compromiso de por vida”.

Joaquín Tamames, 25 enero 2011

 

En el metro (Koldo Aldai, 2005)

 De repente los aldeanos que desembarcamos en la gran urbe, tenemos muchas cosas que aprender, muchos motivos por los que sorprendernos. En lo que a servidor se refiere, no he tenido ocasión de frecuentar galerías de artistas modernos. Tampoco he ido a museos de maestrías más antiguas. No acudo a ninguna facultad, me salió ya alguna cana. No me alcanza el día para todos estos ilustrados menesteres, mas todas las mañanas me sumerjo en la cueva del metro. He ahí mi universidad. Turno de mañana y turno de noche, una hora bien cortita en cada sesión, de a 0,58 euros con abono. A fe que no la desperdicio.

En el metro he comprendido que todos los humanos de los más distintos colores y razas, de las más variadas clases y pareceres, viajamos en un mismo vagón hacia semejantes destinos.  En el metro aprendí que bajo tierra, el «móvil» calla, pero en la línea más subterránea, en esa que se bajan las mil y un escaleras, no se interrumpía la comunicación con los de Arriba. No se cómo se las apañan. Marqué desde bien abajo y también ahí contestaron. En el túnel más largo supe que Compañía ofrece, en verdad, servicio gratuito y cobertura universal.

En el metro saboreé libros que por falta de tiempo tuve que aparcar. Leí también el libro apasionante de los mil y un rostros. Los examiné con respeto. En las arrugas leí los desafíos de la vida encarados, en las sonrisas leí los vencidos, en el gesto cabizbajo los postergados.  En el metro gocé la soledad del vagón vacío a media noche. Entre los empujones y pisotones disfruté del mogollón a la hora punta. Supe cuántos deseamos aquí y ahora, bajo tierra y sobre la Tierra crecer y algún día «graduar». Cuando nos lanzamos a la carrera a por la escalera mecánica, aprovecho a pedir por todos ellos, por su jornada recién inaugurada, por su misión en ese día, por su compromiso de por vida.

En el metro he visto la humanidad enlatada, con sus gestos sencillos, amables, incluso heroicos, pero también con sus escenas de mejor mirar hacia otro lado.  Al igual que en la vida misma, he tropezado en medio de la marabunta, me he equivocado de destino, me he pasado de estación y he aprendido la necesidad de la atención, de no clavar la mirada en la chica con medias de cristal.

Aprendo mucho en el metro, nunca hay un trayecto largo, nunca ratos muertos. Las enseñanzas me asaltan cada vez que se abre una puerta y entra una turba de gente, la alegría me abriga cada vez que suena, en medio del ruido de los raíles, un acordeón, la vida me abraza cada vez que en sus pasadizos me sorprende un soplo de aire sin recalentar.

Volveré al campo tras trasiego por el asfalto, tras culminación de retos que sólo se pueden encarar en su agitado escenario. Retornaré hacia el Norte algún día: paz, amigos, chimenea…, junto al río tenemos un altar.

Cuando remonte de nuevo la sierra callada, cuando avance entre el hayedo de hermanos silenciosos, quietos, erguidos, recordaré, seguro con nostalgia, aquel otro bosque subterráneo de Madrid, aquél otro bosque en movimiento en el que he aprendido tanto.