Hay tragedias que son evitables, y otras no lo son.

El tsunami de Japón no lo fue, y se llevó miles de vidas por delante. En el suelo, entre los escombros, quedaron los cuadernos de los niños en el colegio, abiertos en sus páginas de colores con alegres dibujos… Que Dios os bendiga, que estéis con Dios, pensamos muchos. Y en Haití, y en tantos otros sitios.

Recuerdo el gran dolor al ver la foto, todavía en blanco y negro, de los cuerpecitos de los niños muertos en el pueblo vizcaíno de Ortuella, por una explosión de gas que sacudió a su colegio. Ahora, gracias a Google, es fácil documentarse. Fue el 23 de octubre de 1980, murieron 49 niños y dos adultos. Allí quedaron tendidos, sin vida, en esos años tan difíciles para España. Las fotos de los niños me acompañaron mucho tiempo. Luego me olvidé, hasta que un día, creo que en El País, volvieron a publicarse esas fotos, quizás en un ejemplar de rememoración de 25 años del periódico.

Son tragedias en las que no hay intención, y solo hay dolor.

Pero cuando el ser humano mata a otro ser humano la tragedia es colosal. Son tantas que apenas podemos parar a reflexionar sobre ellas. Como colectivo, nos vienen a la mente las grandes tragedias, desde luego: todos sabemos lo que estábamos haciendo el 11 de septiembre de 2001 cuando nos enteramos que las torres habían sido atacadas, o el 11 de marzo de 2004, según iban llegando las noticias de los trenes de Cercanías… Muchas personas ya mayores saben qué estaban haciendo cuando se enteraron del asesinato de John Kennedy.

Recuerdo casi como una pesadilla la masacre de Dunblane, el 13 de marzo de 1996, en que un librero entró en un colegio inglés y mató a tiros a 16 niños de 5 años y a su maestro, antes de suicidarse. Y luego la de Columbine, el 20 de abril de 1999, quizás más recordada por la célebre película de Michael Moore.

Recuerdo esa foto del libro de Daniel Goldhagen, “Los ejecutores voluntarios de Hitler”, libro que en su dìa causó sensación: madre corriendo con bebé en brazos y a cierta distancia, preparando el disparo, un soldado nazi.

Y el sitio de Sarajevo, en un reportaje de la revista Time en la que aparecían los niños muertos en un tiroteo. Uno en particular me recordó a mi hijo mayor, que entonces tenía uno o dos años.  Allí estaba, ese niñito, ya con la sangre coagulada y sin vida, todavía vestido con su pantalón de pana verde, igual que el de mi hijo.

“La gran guerra por la civilización”, el monumental libro de Robert Fisk, no es de lectura fácil. Allí están todas la atrocidades que el ser humano ha hecho sobre el ser humano en una determinada zona del planeta. Lo lei en las vacaciones de 2010, primero con enfado, y luego con infinita tristeza, todavía impactado por Shabra y Shatila, por las bombas en los mercados de Irak,  tan repetidas en tantos otros sitios: Afganistán, Pakistán, India. Yo hasta entonces no había oído hablar del holocausto armenio. Darío Valcárcel, buen amigo, y hombre cabal, me dijo: “no podemos permitirnos caer en el enfado, ni tampoco en la tristeza: hay que seguir”.

Hablamos Darío y yo de los 10 cooperantes de muchas nacionalidades asesinados en Afganistán en agosto de 2010…

Asi llegamos al 22 de julio de 2011, en la isla de Utoya, Noruega, de la que nunca habíamos oído hablar.

Si, algunos medios han publicado las fotos de las víctimas. Y de repente una de ellas, la sexta de esta serie, se me quedó mirando. Sus ojos azules e inteligentes me miraban. Su mente despejada y seguro que despierta se dirigía a mi. Su expresión firme y comprometida me decía algo. En esa mirada vive, he pensado, una actitud: compromiso. No es que  Diderik Aamodt Olsen, de 19 años, nacido en Nesodden el 3 de marzo de 1992 sea distinto a las otras víctimas… No es que me recuerde poderosamente a la mirada limpia e idealista de mi hijo mayor… No es que merezca un apartado especial en el olvidado mundo de los que no están…

Durante cuatro días he tenido un dolor profundo en el interior. Mis creencias (mis convicciones) me han servido de poco. Somos almas, pero me duele infinitamente este sufrimiento, este desperdicio. La mirada de Diderik me ha acompañado, y según se clavaba en mi, yo me hacía una promesa. Muchas promesas. Pero sobre todo sentía dolor al recibir esa mirada. Una punzada dentro.

Hoy lunes ha terminado el duelo, que toma otra forma. Esta mañana, al salir a la calle, en un sol radiante, he sentido muy muy claro que Diderik me decía: esto ya ha pasado. Yo también vencí al mundo, y conmigo los 68 a los que nos arrancaron la vida en Uteya, gratuitamente, sin necesidad. Pero ya estoy bien.

Querido Diderik, queridas víctimas, de ésta y de todas las atrocidades: pido a Dios que me de limpieza y discernimiento para poder abrazaros algún dia con toda mi fuerza, para veros plenos, en gozo, en plenitud. Gracias por tu mirada, no me dejes que la olvide jamás.


 

Joaquín Tamames, 1 agosto 2011