El Ejecutivo de Bruselas ha salvado la dignidad en la misma proporción en que el francés está perdiendo la suya con una decisión tan inaceptable como esta. Porque a la discriminación de los gitanos hay que sumar las falsedades al explicar las instrucciones cursadas a las fuerzas y cuerpos de seguridad empleadas en esta operación. París defendió ante la Comisión que la política de expulsiones no se dirigía contra los gitanos en concreto, sino contra cualquier persona en situación irregular. Sin embargo, la orden del Ministerio de Interior a la policía, conocida este fin de semana y causa de la patente irritación de la comisaria Reding, fijaba a los gitanos y sus campamentos como objetivo expreso y prioritario.
Sarkozy no ha buscado combatir la inseguridad con la expulsión de los gitanos, sino disfrazarse de inflexible adalid contra la delincuencia cebándose con una comunidad marginada y sobre la que pesan estereotipos ancestrales. Es impropio de un gobernante democrático elaborar estrategias políticas y de imagen intentando instrumentalizar a su favor esa marginación y esos estereotipos, en lugar de emplear la fuerza del Estado de derecho para desterrarlos. Y eso es exactamente lo que han hecho Sarkozy y su Gobierno, convencidos, además, de que Rumania y el resto de socios de la Unión se mantendrían en la pasividad, como ya se hizo con Italia.
La respuesta de la comisaria Reding no debería quedar en un gesto aislado, sino marcar un punto de inflexión en el repudio y la condena de las medidas populistas adoptadas por los Gobiernos de algunos Estados miembros durante los últimos años. El proyecto europeo se encuentra en un momento de dificultad que deriva de las incertidumbres sobre los pasos a seguir en el futuro. Si, además, las instituciones comunes optasen por asistir indiferentes a la destrucción de sus fundamentos democráticos, la Unión perdería su razón última de ser.
Expulsar a los gitanos rumanos de Francia no es propiamente una manifestación de xenofobia, por más que ese sentimiento no haya estado ausente en la decisión del presidente Sarkozy y su Gobierno. Se trata, sobre todo, de un atropello perpetrado contra unos europeos cuya condición de ciudadanos se está colocando bajo sospecha.