Está el caso de Sakineh Mohammadi Ashtianí, por supuesto, condenada a la lapidación, que lleva cuatro años esperando saber -lo mismo que otros 23 iraníes, hombres y mujeres- si será ejecutada y cómo.
Está el caso de Teresa Lewis, una norteamericana de la misma edad condenada, como ella, por complicidad en el asesinato de su marido (aunque, contrariamente a Sakineh, que, nunca lo repetiremos bastante, no es culpable de crimen alguno, su complicidad quedase probada, fuera reconocida por la interesada y, además, fuese objeto de una solemne demanda de perdón dirigida a la familia de la víctima). Está el caso de Teresa Lewis, digo, esa débil mental que parecía salida de una novela de Faulkner y cuya ejecución mediante una inyección letal, el 23 de septiembre, en Jarrat, Estado de Virginia, no conmovió demasiado al mundo.
Están, detrás de Teresa Lewis, los casos de otros 3.000 hombres y mujeres (¡3.000!, parece increíble…) que esperan en las penitenciarías de la democracia más grande del mundo la hora de ese asesinato legal anunciado a sangre fría y que, sin embargo, fue declarado inconstitucional por la Corte Suprema en un fallo de 1972. Están esos 3.000 hombres y mujeres que mueren de no poder morir y cuya misma espera, su insoportable espera, es la repetición cotidiana, monstruosa, inexcusable, del suplicio que les ha sido prometido y que una parte creciente de la opinión pública sabe indigno del país de George Washington, John Kennedy y Barack Obama.
Están los casos de las decenas de miles de chinas y chinos que se encuentran en la misma situación (aunque, desgraciadamente, esto es menos sorprendente); y los de otros mil y pico ciudadanos chinos que, solamente durante el año 2009, fueron ejecutados de un simple balazo en la nuca -no sin que el precio de la bala fuese debidamente facturado a sus familias-.
Están los 107 condenados de los corredores de la muerte japoneses.
Están los ejecutados de Arabia Saudí, Yemen y Sudán.
En resumen, están los casi 100 países en los que, 30 años después de su abolición en Francia bajo el impulso de Robert Badinter y François Mitterrand, sigue vigente ese asesinato legal, que es el derecho que se arroga un Estado a quitarle la vida a algunos de sus súbditos o ciudadanos.
A todos ellos les hemos dicho y repetido, el pasado 10 de octubre, durante el Día Mundial de Acción contra la Pena de Muerte -instituido hace siete años por una agrupación de ONG, sindicatos y asociaciones de juristas-, que la pena capital no tiene ningún carácter disuasivo, que no repara el daño que el criminal causa a la sociedad y que no protege en absoluto a esta.
A todos ellos hemos intentado recordarles el implacable e impecable razonamiento de Robert Badinter, a la sazón ministro de Justicia, en su gran discurso del 17 de septiembre de 1981: la pena de muerte, al margen de que su principio es filosóficamente insostenible, reposa sobre un imposible postulado de culpables «totalmente responsables» y jueces «absolutamente infalibles».
A los demócratas norteamericanos, en particular, les hemos presentado argumento sin réplica posible, o que, al menos, deberían serlo: el caso de los condenados a muerte estadounidenses que las autoridades terminaron juzgando oportuno liberar (130 desde 1972), o, peor aún, que ejecutaron para descubrir más tarde que, en realidad, eran inocentes (ocho, siempre en Estados Unidos, y en el periodo 1989-2004; por no hablar de ese chino, Teng Xingshan, ejecutado en 1989 por el asesinato de una mujer… ¡hallada viva en 2005!); a aquellos, sí, de entre los demócratas norteamericanos que le buscan tres pies al gato y se pierden en conjeturas sobre los riesgos que hace correr a las buenas gentes el juez que deja con vida a un criminal, les hemos opuesto el axioma de Maimónides: «Es mejor absolver a miles de culpables que ejecutar a un solo inocente».
¿Será suficiente?
¿Cabe la más mínima esperanza de ver, si no al mundo, al menos a esa parte del mundo de la que se espera que dé ejemplo, y que, de hecho, lo da, adherirse en este punto al círculo de la razón, que es también el de la justicia y que implica la adopción, al menos, de la moratoria recomendada por la resolución 62/149 de Naciones Unidas el 18 de diciembre de 2007, que determina que la pena de muerte es contraria al espíritu de la Declaración Universal de Derechos Humanos?
La pena de muerte no es una pena, sino un crimen.
La pena de muerte no es un acto de justicia, sino un acto de barbarie.
Responder al crimen con el crimen, o a la barbarie con la barbarie, no coincide ni con la definición ni tampoco con el interés de los Estados.
Y es por estas razones por las que el combate contra lo que Camus llamaba la «pena irreparable» debe ser, en efecto, un combate mundial.
Por Sakineh, y en memoria de todos los demás, hay que militar por la abolición, en todas partes, de la pena irreparable.
El hecho de que la lapidación sea la forma más salvaje de esta pena no puede ni debe hacernos perder de vista la salvajada que implica la pena de muerte como tal.
Todo el resto no es sino hipocresía, cinismo, doble lenguaje y derrota asegurada del espíritu.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva