Sí, es importante la clase de religión en las escuelas y colegios, tal como apuntaba el obispo de Gipuzkoa, en una reciente y sonada conferencia en la que defendía la asignatura frente al “laicismo anticristiano”, y su “estrategia de acoso y derribo muy agresiva». De aquella manera comulgo con Monseñor Munilla, en cierta forma me uno a su “cruzada”.
Sí, es imprescindible educar a los/as niños/as en el arte de “re-ligare”, de la unión. Que ellas, las criaturas de los nuevos tiempos, puedan abrazar la síntesis que a nosotros se nos negó, la síntesis que subyace en todo lo creado, en el más pequeño átomo y en la más lejana e inconmensurable galaxia, pero sin ir tan lejos, que sobre todo sepan de la síntesis humana. Que comprendan que todos los hombres somos hermanos, hijos de un mismo Dios, al que por consideración, nos abstendremos de apellidar, también por evitar disputas nominales, por voluntad de paz. Que los pequeños sepan de la supina ignorancia y barbarie del ser humano, que en el pasado tanto mató, simplemente por llamar al mismo Dios con distinto nombre. Que ellos jamás vuelvan a caer en tan fatal error.
Sí, mostrémosles la magia excelsa de volver a unir todo. Mostrémosles el arte de reunir a los credos extrayendo de cada revelación su aspecto más emancipador. Introduzcámosles en el arte de relacionar los colores, las ideas, los sentimientos, sobre todo las pieles de los humanos. Que puedan tomar noción del mosaico maravilloso de las razas, los pueblos y sus costumbres, las lenguas y los modos de mirar al cielo…
Acompañémosles al silencio donde ellos y ellas puedan operar esa alquimia maravillosa de reunir lo diferente. Que puedan vincular el Cielo y la Tierra, la materia y el espíritu, la ciencia y la mística, el sol y la luna, lo femenino y lo masculino, el viento y la estrellas… Que puedan fundir dentro de sí Norte y Sur, Oriente y Occidente, Yin y Yang…, unir la vida y la vida más allá de la vida, el aula y el prado, el laboratorio y el jardín…
Sí es importante que los niños tomen clase de religión, que se acerquen al misterio, que lo observen con admiración, sobre todo con gratitud, que caminen ese misterio por los senderos del mundo, que lo naden penetrando en los océanos anchos, que lo escruten arrojando la mirada a los cielos infinitos. Es vital que exploren el universo y el origen de la vida, pero lo más importante es obviarles las respuestas enteras, fundamentalmente por respeto, también porque nosotros no las tenemos. Acompañarles hasta las preguntas trascendentales de la existencia sí, pero ya una vez ante los enigmas mayúsculos, ante la triple y crucial pregunta de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, que se apuesten solos. Bienvenida la ayuda ante el más monumental “sodoku”, pero sugerir atisbos de solución dista largo de imponerlos, más aún de hacerlos aprender de memoria. Si algo de verdad morara en esas respuestas, memorizarlas la mataría.
Sí, es preciso acercar a los niños a Jesús de Nazaret y su revelación de fraterno e incondicional amor, poder testimoniar ante ellos, más allá de la palabra, algo de su mensaje inmortal. Mas sumemos otras luminarias. La luz añade a la luz, nunca resta. De Palestina saltemos a Nepal para descubrir a Gautama Buda y su testimonio de compasión universal y de allí a las arenas del desierto para comprender la lección de rectitud sin mácula de Mahoma… Es interminable en realidad el ejemplo de los grandes y ejemplarizantes seres, Krishna, Zaratustra, Bahaula…, en quienes los pequeños encontrarían atinado norte para su futuro. No será preciso preocuparse en exceso por el Maestro entre los maestros, por Jesús. Él estará siempre en la intersección, en el corazón de toda suerte de unión, en el origen de toda incondicional y fraterna donación, por qué no, en el comienzo de las primeras, inocentes y más socorridas oraciones de los párvulos.
Habrá que acercarles a los chavales a las grandes revelaciones, mas procede empezar por el más grande y maravilloso libro revelado, en el que se unen todos los credos, en el que pueden rastrear todos los humanos, en el que se encuentran ocultas las respuestas: el libro excelso de la madre naturaleza. Clases de religión por lo tanto, pero en el corazón de los bosques y en la cima de las montañas.
Es importante la clase de religión, incentivar en los alumnos el anhelo escrutador, que disfruten en la exploración de la vida y sus manifestaciones siempre sagradas; acercarles a la naturaleza que ruge, que se renueva, que florece, que se reproduce, que fascina… El niño fascinado es el niño más religioso, porque ese embeleso devendrá en devoción y por ende en profunda unión. Sí, es importante invitarles a la devoción, jamás imponerla, pero no precisamente aquella veneración hacia ellos mismos que los grandes seres siempre rechazaron, sino más bien sugerirles devoción por cuanta vida les rodea, por el bien al prójimo, por la entrega a la propia humanidad…
Me atrevería a ir más lejos que el conservador obispo donostiarra en su apuesta. En realidad todas las ciencias deberían impregnarse de espiritualidad, es decir de éxtasis, de encantamiento, de rendimiento…; todas las éticas de profundo amor y agradecimiento, pero no más dogmas, no más verdades privativas, por favor. Rindámonos tras tantos siglos imponiendo, rindámonos al intento de inculcar postulados definitivos, a la pretensión siempre fallida de acomodar a Dios en las páginas de un libro, su gloria infinita y eterna en las paredes de una religión particular.
Religión sí, en cuanto arte de unir, de ensayar el más ancho abrazo, pero nunca ya más como catecismo de certezas blindadas en las mentes abiertas de los niños. Ya no más colonizaciones del universo limpio, de la conciencia inocente y virgen de los pequeños, ya no más prosélitos a costa de su incontestable protagonismo indagatorio.
Sí a la religión de unir más y más voluntades, de hermanar más y más corazones sean del signo, del color que sean…, para mayor progreso de la humanidad y la gloria del Sin Nombre. No más doctrinas, señores obispos, sino pongamos todas las doctrinas, todas las cartas sobre el pupitre. Juguemos con respeto exquisito a la libertad del niño. No más doctrinas que cuadran los cielos redondos, que colocan un relato, una historia sagrada muy por encima de los otros relatos e historias. Tradición sí, pero abierta, fecundada, generosa, universal.
Cierto, trascendamos la educación cartesiana y materialista que reduce al ser humano a un cerebro con patas, que suplanta el crucifijo por la razón absoluta, pero apeemos también a ese Jesús que lleva más de 2.000 años sangrando sobre el madero, en tantas paredes, iglesias y aulas, e icemos al Jesús amor, al Dios sol, al Dios triunfante y universal que todo lo da, Aquél que “los hombres distintos llamamos con distintos nombres” (Lanza de Vasto), Aquél que seguramente no permitiría que en Su Nombre sublime colmáramos de dogmas de fe y temores la mente impoluta de los niños.