El día intenso desembocaba de nuevo en la paz desnuda del templo. Al final de una jornada cargada de emociones está la Iglesia de las hermanas de Notre Dame de Sion. Otros peregrinos conducen también hacia allí sus pasos agotados. Muy cercano el bullicio de las calles, ese es un espacio fuera del mundo. El cuaderno de notas se abre allí solo y comienza la recapitulación, los pasos hacia atrás… El día comenzaba en un callejeo sin rumbo fijo, evitando las mil y un invitaciones de los comerciantes… Un gran templo salió al paso y dada la concurrencia de gente y las dimensiones, no sin vergüenza, hube de preguntar por su nombre. Estaba sin saberlo en la Iglesia del Santo Sepulcro. Entre flash y flash se cuela el sentimiento, la devoción que, desde hace siglos, sacraliza esos lugares. A pesar de las cámaras digitales, Tierra Santa vuelve a ser santificada a cada instante. A cada momento un recuerdo, aquí mas cercano, nos invita a renacer a lo mejor de nosotros mismos. Donde se consumó el Gran Sacrificio cada quien habrá de dibujar sus propias cruces, cada quien esbozar lo que entrega en su Gólgota particular.
Las piedras tienen sus limitaciones. A lo sumo nos pueden regalar un eco, una vibración, un recuerdo…, pero el renacer habrá de ser adentro. Reina la amabilidad escaleras arriba y abajo. Los diferentes pueblos y naciones se reúnen donde se consumó el Gran Sacrificio. Entre todo el barullo de las más diversas lenguas, alguien masca una oración verdadera. En algún rincón alguien lee con contenida emoción una escritura sagrada, aprieta sus ojos como intentando penetrar más y más adentro, como intentando dar con Aquel que es el Origen y Norte de todo eso… Metemos nuestras manos en el agujero del Gólgota, donde dice que se levantó la cruz en el intento también de morir a algo de nosotros mismos. Buscamos el instante que haga frontera, que marque un antes y un después, tras esa visita al lugar que denominan «Calvario». Mientras el pope ortodoxo se encargará bien de que nadie se demore con las manos en el agujero santo. Hay visitantes que son solo el ojo de su cámara de video, pero hay gente devota, gente humilde que quizás haya invertido buena parte de sus exiguos ahorros, para poder rendir su cabeza en la piedra del Sepulcro Santo. Los pies fríos empujan después a callejear, a buscar una menta azucarada en cualquiera de los mil y un puestos callejeros. ¿Saldrá en algún momento todo el frío acumulado durante el día? Tras la consumición, me he de decantar ante el dueño por el Real Madrid o el Barcelona. Le canto uno de los dos equipos, pues todo atento y sonriente aguarda la respuesta que enseguida comparte entre risas con sus amigos.
Junto a las murallas de Jerusalem cementerio árabe y judío. Ocupando toda la falda del Monte de los Olivos una inmensidad de lápidas con nombres en hebreo. Aquí en la Tierra cementerios separados, sin embargo dicen que allí Arriba vamos a las mismas estancias, compartimos, una vez meritados, los mismos jardines… Parece que no hay murallas, ni espacios compartimentados en la Jerusalem Celestial. Dicen que allí nos reunimos todos, mas allá de cómo cubramos nuestra cabeza o a qué Dios recemos; que no hay mas separación que aquella que se crea en función de la cantidad de amor derramada en la Tierra.
El frío azota camino arriba del Monte de los Olivos. Murallas a un lado y a otro de la vía, cámaras de vigilancia, cristales rotos arriba de las altas tapias… en lo que fuera el lugar preferido para rezar de Jesús y sus apóstoles. Cada Iglesia tiene su recinto amurallada en lo que fue monte abierto, espacio sagrado de oración del Hijo de Dios y sus seguidores. ¿Conquistaremos un día su voz, sus palabras de Eterna Vida a la sombra de esos u otros gruesos olivos? De vuelta del Monte de los Olivos, bordeo las murallas hasta entrar por la puerta del barrio judío. Es sábado y todo permanece cerrado. Una sinagoga destaca entre edificaciones más bajas. Tiene una gran cúpula iluminada. Quisiera estar allí dentro… Jóvenes armados deambulan en su alrededor. Pregunto a uno de ellos que va de civil pero lleva una pistola sin cartuchera al cinto. Me dan permiso para entrar. Grandes puertas blindadas separan la calle de la gigantesca sala del templo muy iluminado. En sus pupitres rezan o leen algunos judíos. Me quito el gorro de lana con sumo respeto y me siento en un pupitre. Algo he debido de hacer mal pues enseguida se me acerca un joven judío. Para mi sorpresa me indica que precisamente he de hacer lo contrario, es decir, cubrirme la cabeza. Le pregunto con qué gorrito y me responde que con mi propio gorro de lana. Las pautas de los diferentes credos, pueden ser, tal como aquí observamos, de lo más diferentes. Cae la tarde sobre el muro de las lamentaciones. Allí arriba se reúnen los ecos de quienes desde las torres de sus mezquitas llaman a la oración de la tarde. Todavía hay esperanza, pues todas las piedras de Jerusalem aún se dejan bañar por los ecos mezclados que lanzan las palabras sagradas de las tres religiones…
Koldo Aldai, 15 enero 2012