Estos días vengo leyendo los dos tomos sobre el Bhagavad Gita a los que Paramahansa Yogananda dedicó tanto tiempo, conocimiento, vivencia y cariño. Los libros son un precioso regalo de Ramiro Calle. Son pocas páginas cada día, mientras saboreo el café que me va despertando, pero la lectura poco a poco va entrando en mi, dejando sensaciones, ensoñaciones, certezas. Estoy caminando por la calle, y me viene éste o aquel comentario. Entra la hermosa luz de la tarde por la ventana, y me alcanza un reflejo de lo que leí esta mañana. Al fondo, en el horizonte, observo cómo el mar se confunde con la curvatura de la tierra. Y allí, en ese lugar donde confluyen, repentinamente veo brillar un destello que me recuerda a otro pasaje, como un guiño…. Yogananda explica con gran soltura temas clave como la relación entre espíritu, alma y materia, el karma, la reencarnación, la dependencia del ego, y otros muchos. Y al igual que su guru, Sri Yukteswar (en la imagen), lo hace desde el conocimiento de las escrituras hindúes cuya obra cumbre es el Bhagavad Gita pero apoyándose también en un profundísimo conocimiento de los Evangelios, que le permite introducir citas de Jesús que corroboran al milímetro el largo diálogo entre Krishna y Arjuna que constituye la esencia del Gita.

Cuando leo a Yogananda me viene a la mente la frase que me comentaba el padre Tomás Luengo, que él repetía de niño, una y otra vez: “soy de Dios, voy con Dios”. También me viene el comentario que Aïvanhov atribuye a su maestro, Peter Deunov, que muchas veces durante el día, se decía, en búlgaro: “gloria a ti, Señor”. También Sai Baba habla mucho de que al final hay una palabra que lo sintetiza y que lo integra todo, y que es la palabra “Dios”. Las tres personas citadas utilizaban este mantram de invocación con el mismo propósito, entiendo yo: recordarse en todo momento la existencia del Divino, del que somos parte a imagen y semejanza, para mantener la comunión, la conexión, que quizás pueda llevarnos a la posterior frase de Jesús “mi Padre trabaja y yo trabajo con Él”.


Con los textos de Yogananda me ocurre como con las meditaciones con Brahma Kumaris, en especial con Sister Jayanti: procuran paz, propósito, posibilidad de centrarse y, finalmente, encuentro.  Así pues la lectura de la mañana, en este caso de Yogananda, me propicia muchos momentos de encuentro y de comunión profunda durante el día. Son momentos de magia y de renovación interna, en los que entiendo bien el significado de la palabra amrita, el néctar de la inmortalidad para Yogananda, el néctar de saberse alma y de sentirse en contacto con el alma universal y superior, y a la vez en hermandad con todos los seres.

Así que esta hermosa tarde de domingo en Hendaya, traigo a colación esta experiencia mística tan profunda que Yogananda comparte con nosotros en su autobiografía. Al final le duele tener que volver a encapsularse en su cuerpo y en su mente, pero antes de ese final nos cuenta cómo “un mar de gozo irrumpió en las riberas sin fronteras de mi alma”.

Esa es la gloria, el gozo, nos dice Paramahansa Yogananda, a los que estamos destinados.

«(Sri Yukteswar) me golpeó luego en el pecho ligeramente, un poco arriba del corazón.

Mi cuerpo se inmovilizó completamente, como si hubiese echado raíces; el aliento salió de mis pulmones, como si un pesado imán me lo extrajese. El alma y la mente cortaron de inmediato sus ligaduras físicas y fluyeron a través del cuerpo como un torrente de luz que emergía por cada uno de mis poros. Mi carne estaba como muerta y, sin embargo, en mi intensa lucidez me di cuenta de que nunca antes había estado tan vivo como en aquel instante. Mi sentido de identidad no se encontraba ya confinado únicamente a un cuerpo, sino que abarcaba todos los átomos circundantes. La gente de las calles distantes parecía moverse sobre mi propia y remota periferia. Las raíces de las plantas y de los árboles se asomaban a mi vista a través de una tenue transparencia del suelo, e incluso podía darme cuenta de la circulación interna de sus savias.

Toda la vecindad se revelaba ante mí. Mi visión frontal ordinaria se había transformado en una vasta y esférica mirada que lo percibía todo simultáneamente. Através de mi nuca veía a los hombres caminar más allá de la calzada de Rai Ghat y advertí que una vaca blanca se acercaba lentamente. Cuando llegó frente a la entrada de la ermita, pude verla con los ojos físicos; y cuando dio la vuelta tras la cerca de ladrillos, todavía la veía claramente. Todos los objetos dentro del campo de mi visión temblaban y vibraban como si fueran películas de cine. Mi cuerpo, el de mi maestro, el patio con sus pilares, los muebles, el piso, los árboles y la luz del sol se agitaban violentamente en ocasiones, hasta que todo se fundía en un mar de luz, al igual que los cristales de azúcar en un vaso de agua se disuelven al ser agitados. Esta unificadora luz se alternaba con materializaciones de forma: metamorfosis que revelaban la operación de la ley de causa y efecto de la creación. Un mar de gozo irrumpió en las riberas sin fin de mi alma. Comprendí entonces que el Espíritu de Dios es Dicha inagotable. Su cuerpo es un tejido de luz sin fin. Un sentimiento de gloria creciente brotaba de mí y comenzaba a envolver pueblos y continentes, la Tierra entera, sistemas solares y estelares, las tenues nebulosas y los flotantes universos. Todo el cosmos, saturado de luz como una ciudad vista a lo lejos en la noche, fulgía en la infinitud de mi ser. Los precisos contornos globales de sus masas se esfumaban someramente en los extremos más lejanos, en donde podía ver la suave radiación nunca disminuida. Era indescriptiblemente sutil; mientras que las figuras de los planetas parecían formadas de una luz más densa. La divina dispersión de rayos luminosos provenía de una Fuente Eterna, y resplandecía en galaxias, transformándose en inefables auras. Una y otra vez vi los rayos creadores condensarse en constelaciones y luego disolverse en cortinas de transparentes llamas. Por medio de una rítmica reversión, sextillones de mundos se transformaban en diáfano brillo y, luego, el fuego se convertía en firmamento.

Reconocí el centro del empíreo como un punto de percepción intuitiva en mi corazón. El esplendor irradiaba desde mi núcleo íntimo hacia cada parte de la estructura universal. El feliz amrita, el néctar de la inmortalidad, corría a través de mí con fluidez mercurial. Escuché resonar la creativa voz de Dios como OM, la vibración del motor cósmico. De pronto, el aliento volvió a mis pulmones. Con desilusión casi insufrible, me di cuenta de que mi infinita inmensidad se había perdido. Una vez más me hallé confinado en la humillante limitación de una jaula corporal, no tan cómoda para el Espíritu. Como hijo pródigo, había huido de mi hogar macrocósmico, encarcelándome a mí mismo en un estrecho microcosmos».

Joaquín Tamames, 21 agosto 2011