Hay una alegría especial en el aire, una alegría callada pero muy profunda.

Durante una hora nos reuniremos para hablar de la obra de Aïvanhov, que tanto nos habló de cómo llevar lo divino a la vida diaria.

Al levantarse uno está agradecido. Y es que cada célula del cuerpo aparece renovada y alerta.

En el silencio del alba hay un misterio y también una presencia.

Durante la noche creo que he soñado con el niño Rubén, que ahora esta en el plano sutil, y con en el dolor de sus padres: siendo consciente del limitado consuelo que puede llegar desde la tierra. Pero también siendo consciente del vínculo eterno, de la mano que acoge.

Poco a poco el día se abre, se despereza, primero con los pájaros que cantan, luego con la luz que llega dando vida a todo. Ya los árboles se dejan ver, erguidos un día más.

Siento que el día de hoy es un privilegio y en mi mente resuena el eco del mantram de unificación: “que todos los hombres amen”.

Al Maestro le pido sobre todo que no esté muy lejos del corazón de la madre de Rubén, que prenda allí una llama, que esté presente, que recoja amorosamente todo ese llanto y lo guarde en un cuenco dorado para regar la tierra plantada con la semilla del amor.