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Querido amigos de Ananta,

Hemos recibido esta crónica del viaje a Calcuta organizado hace tres meses y en el que 18 personas conocedoras y no conocedoras del proyecto se acercaron a Calcuta para ver in situ las actuaciones que Ananta y todos sus generosos donantes promueven allí. Agradecemos mucho a su autora la iniciativa de plasmar estas impresiones.

Calcuta/Kolkata

Cuando a finales del mes de octubre recibo un correo electrónico el que se me ofrece la posibilidad de  un viaje solidario a Calcuta para ver in situ el proyecto que Ananta está realizando con una fundación local, la respuesta fue inmediata: SI. Me pareció un auténtico regalo. ¿Cuándo?, a finales de enero, de duración entre cuatro o seis días. Me daba igual, me parecía una oportunidad única.

Y es que yo ya conocía la India. Había estado hacía 15 años. Pero no había sido en la India de verdad, sino en la otra, la de los ricos, la de mentira, a la que van los occidentales de vacaciones para ver un país exótico. Conocí en ese viaje, Nueva-Delhi, Bangalore y Bombay, en hoteles de lujo sitos en medio de la extrema pobreza. Ahora se me ofrecía la posibilidad de ir a la auténtica, a la que yo no había visto durante mi anterior estancia.

No sabía cuánta gente iba a ir, ni quienes eran. Tan sólo conocía a Joaquín Tamames, patrono de Ananta, al que había visto en un par de ocasiones, con motivo de las ponencias de Gente Imprescindible que organiza MediaPost y me presentó mi hermano Ignacio. Pero no necesitaba saber más. La finalidad del proyecto me parecía admirable. “Ya verás qué cambiada vas a volver”, me decía la gente a la que  hacía partícipe de mi proyecto, y que habla por hablar, y que creo que en el fondo, por el tipo de viaje (no turístico) que era, me lo hacían a modo de “consuelo” por la dureza del mismo. A todos les contestaba igual: en una semana nada ni nadie puede cambiar a alguien. Es al contrario: precisamente porque tengo una manera distinta de ver y vivir la Vida, es por lo que voy a este viaje. Hubiera sido algo impensable en mí sólo un año antes.

El número de personas que al final concita Ananta es de 18. Algunos procedentes de Madrid, otros de Barcelona, Santander, La Coruña y Miami. Muchos no conocían a nadie, pero lo atractivo del proyecto les llevó a embarcarse en él. Todos congeniamos enseguida, estábamos muy ilusionados con lo que íbamos a vivir. Algunas lecturas previas en el vuelo, y los pormenores de la labor que desarrolla Ananta en Calcuta, llamado Colores de Calcuta, nos preparaban, en teoría, para lo que íbamos a ver. La realidad lo superó todo…

Al día siguiente de llegar conocimos a los dos cooperantes que Ananta tiene en Calcuta, Antonio Mesas y María de Muns. No hay suficientes palabras para calificar su bondad y vitalidad. Tan sólo diré que son dos personas de extraordinaria talla espiritual que se han entregado a una labor humanitaria al alcance de pocos.

Ellos nos condujeron, en un programa de recorridos de exquisita organización al corazón mismo de Calcuta. Se inició dicho programa con una visita a Casa de Madre Teresa (ellos no dicen La Madre Teresa), al convento, a la habitación donde tan austeramente vivió, al museo y a su tumba. Impresionante la energía que emanaba el lugar. En esta ocasión fuimos andando, en medio de un maremagnum de coches que no respetan ninguna señal de tráfico y cuyas bocinas no dejan de sonar. Sus pitidos y el graznido de los córvidos que inundan la ciudad son el sonido característico al que parece imposible que sus habitantes se hayan acostumbrado hasta el punto de que pasados unos días ya ni llaman la atención.

Por la tarde de esa misma jornada fuimos a visitar el hogar residencia que para 30 niñas tiene Colores de Calcuta, llamado Anand Bhavan, y que se ocupa de su educación durante el curso escolar, desde que tienen 6 años hasta los 16. Viven allí y son llevadas al colegio a diario. ¡Qué recibimiento nos hicieron! ¡Con qué alegría nos dieron la bienvenida! Verdaderamente entrañables los números de baile con que nos deleitaron y el entusiasmo con el que nos acompañaron a enseñarnos sus habitaciones y lugares de actividades varias. Prunita, la directora de la casa, nos explicó toda la labor que llevan con ellas. Una mujer maravillosa por su entrega y dedicación. Lo mismo que el resto del personal que trabaja allí. Terminó la jornada con un delicioso té con pastas –no podía faltar en un país que fue inglés durante tantísimos años- y un sin fin de juegos con las niñas.

Al día siguiente, Antonio y María nos quisieron acercar, a modo de turismo, al lugar donde el resto de sus proyectos tiene lugar: el slum (suburbio) de Pilkhana, en la ciudad de  Howrah, vecina de Calcuta. Para ello iniciamos el recorrido en el mercado de las flores, un lugar inmenso, donde se venden caléndulas y otras especies de la flora típica de La India, pero donde ví tanta miseria, tanta gente tirada en la calle, comiendo con las manos en cuencos de arroz que compartía con quien estuviera a su lado, que me costaba creer que fuera real. Tanta era la suciedad y el olor que despedía el lugar. Pero no vi una cara triste o desesperada. Yo las definiría como de aceptación con la vida que les ha tocado vivir. Además, el colorido de los saris y vestimenta indias es tan llamativo que hace olvidar lo que a todas luces es, para los occidentales, carencia de todo lo que a nosotros nos parece tan importante para ser felices….

Nuestra visita continuó con el recorrido por el puente de Howrah, emblema de Calcuta, que fue construido con la intención de convertirse en la puerta de acceso a la ciudad y para unirla con su vecina Howrah, de donde deriva el nombre del puente. Es uno de los más transitados del mundo, un millón de personas lo cruzan a diario. Dimos un largo paseo por él. Para luego seguir con otro en barco por el río Howli, sagrado para los hindúes. Y después visitamos varios templos, donde igualmente la alegría en las caras de la gente y el colorido de su ropa era lo que dominaba por encima de cualquier otro aspecto que nos pudiera llamar la atención por la gran diferencia que había con el entorno del que procedemos.

Volvimos por la tarde a Anand Bhavan, ya que era el día de visita mensual de los padres de las niñas que allí residen. Con cuánta sencillez y respeto nos miraban… y ¡qué orgullo el de ellas al presentarnos a sus familias! Fue un momento de gran ternura para todos nosotros.

Creyendo que la pobreza, la suciedad y el caos que habíamos visto durante los dos días anteriores por las calles era lo más extremo que podíamos conocer de Calcuta (una ciudad concebida para albergar un millón de personas y donde viven casi quince…), aún nos esperaba lo más duro al día siguiente, cuando entramos propiamente en el slum de Pilkhana, el mayor de toda Asia. Hicimos el recorrido a pie, no es posible de otro modo ya que sus calles están tan atestadas de motos, rickshaws (carruaje cuya fuerza la constituye un hombre, y que aunque están prohibidos en esa modalidad y apenas existen en el resto de la India sino es llevados por una bicicleta conducida por un hombre) y gente andando que el autobús no tiene posibilidades de abrirse paso.

Llegamos al dispensario, donde un médico y varias enfermeras hacen una ingente labor de atención a decenas de niños que llegan en lamentable estado, de desnutrición y con enfermedades que en nuestro cómodo mundo occidental están hace años erradicadas. Las madres traen a sus pequeñines para ser alimentados con leche que se les proporciona allí, lo mismo que las vacunas y los medicamentos, ya que de otro modo, tal es la pobreza de medios, que se correría el riesgo de que los vendieran al salir. El impacto que para algunos supusieron las escenas que vimos de los niños siendo atendidos de sus múltiples dolencias, fue brutal. Yo nunca había visto tanta desgracia en un mismo lugar.. Pero había que ver las caras del personal médico haciendo su trabajo: cuánto cariño y entrega. Era escalofriante. Y lo mismo en la zona de los niños desnutridos, ¡qué atención más amorosa reciben! Luego vimos fotos del antes y después del tratamiento, cuando entraron y al finalizar. Impresionantes los resultados. Parece poco lo que se puede hacer dada la ingente cantidad de niños que en la ciudad lo necesitan, ¡pero es a la vez tanto lo que se consigue! Lo poco es mucho.

Las madres también disponen de una ginecóloga que las atiende periódicamente, y en el mismo local hay un lugar destinado a cuidar de niños mientras sus madres van a trabajar. Todo ello en un entorno tan pobre que parece mentira que puedan seguir adelante. A algunos se nos ocurrió preguntarnos por qué, en nuestra cómoda sociedad occidental, en vez de enviar a nuestros hijos, en la semana blanca que tienen la mayoría de los colegios, a esquiar o a la playa, no lo hacíamos a lugares como Calcuta. Para que vieran el otro mundo, el real, el mayoritario, y tuvieran conciencia de las comodidades y posibilidades de elegir en la vida que tenemos por el hecho de contar con medios materiales y acceso a una educación que en el resto del planeta no se da….Parece una utopía, pero sólo es una cuestión de cambiar la mentalidad de tratar al prójimo, esté donde esté.

El final del recorrido por el proyecto Colores de Calcuta fue, a mi modo de ver, lo más impresionante: un centro de Madre Teresa, dirigido por Sister Karina, que acogía a 60 niños con discapacidades físicas y mentales. Eran de edades muy diferentes y con minusvalías de distintos grados, pero con la característica común de haber sido abandonados por sus familias ante la imposibilidad de hacerse cargo de ellos. Lo habían sido en la calle, debajo de un coche, en la puerta del centro… y Sister Teresa los recoge y les da cobijo y sobre todo, mucho amor, todo el que os podáis imaginar. Había en una cuna una niña con parálisis cerebral que no hacía sino sonreír. Tenia la edad de mi nieta y parecía un bebé de ocho meses, cómo me impresionó y las gracias que dí por saberla a ella tan sana. Pensé que cuando tuviera edad suficiente, querría que viniera conmigo a ese lugar para que entendiera su vida, para que la valorara en toda su dimensión. Fue una experiencia muy dura pero que no querría haberme perdido por nada del mundo, y a todos los que íbamos nos pasó lo mismo. No creo que la olvide nunca. Como tampoco a las personas que me acompañaron en la aventura de vivirla.

La India no me cambió, cada uno es lo que ha elegido en la vida, pero creo que sí me hizo mejor persona, me insufló una espiritualidad que tenía enterrada, y que, sobre todo,  me propongo transmitir a las muchísimas personas que me rodean y a las que quiero tanto. Doy gracias por la oportunidad que se me brindó de conocer a quien tanto me enseñó.

Sonia Pi Corrales
19 de abril de 2011